Rebeca Argudo-ABC
- Negarse a contestar a las pertinentes preguntas que se le han formulado solo ha servido a Begoña Gómez para levantar más suspicacias
Hablaba el otro día con unos amigos, después de haber tenido todos la suerte de poder charlar un rato con el periodista polaco Adam Michnik, sobre los conceptos de verdad y libertad. Nos resultaba curioso que, precisamente esos dos sintagmas, pilares tanto para Michnik como para nosotros, de la democracia y del periodismo sean precisamente dos de los que más andan sufriendo el asedio del relativismo posmoderno, convertidos ahora ya en las verdades y las libertades. No hay nada como un plural para diluir y universalizar tanto culpas como traumas o responsabilidades. Y, aquí viene el drama, si verdades hay varias y es la verdad la militancia precisa y necesaria del periodista (y del demócrata), esa subjetividad de las verdades convivientes, y no necesariamente coincidentes, dificulta (por no decir dinamita) enormemente lo que sería el ejercicio honesto del oficio: el intento de aproximarnos de manera desprejuiciada y lo máximo posible a eso que llamamos ‘verdad’. Y la verdad no es relativa, ya lo siento. Otra cosa es que la dificultad para acercarnos a ella, en ocasiones y por distintos motivos, sea mayúscula; que salvar obstáculos y desbrozar camino puedan impedir la empresa. Pero, la verdad, es la que es. Y no otra.
En esas estábamos, dirimiendo lo intrincado de la dialéctica y lo útil que es su empleo sofisticado para el relato falsario y de parte, cuando hoy me encuentro contemplando a la señora del presidente de todos compareciendo en comisión de investigación de la Asamblea de Madrid y diciendo, displicente, que más pronto que tarde la verdad pondrá las cosas en su sitio. Una verdad que se ha negado a exponer, acogiéndose a su derecho a no declarar. A no declarar contra sí misma, claro, porque alguien interesado en que se sepa la verdad no tendría ningún inconveniente en recorrer el camino recto que lleva a esclarecer las dudas. A no ser que la verdad, no su verdad, las despeje del todo y sin espacio para el titubeo. Así, imagino, Begoña Gómez se refería a su verdad, y no a la única verdad, cuando hablaba de poner las cosas en su sitio. Decidía, intuyo, no declarar en contra de sí misma. ¿O hay alguien más interesado que la propia esposa de Sánchez en que la verdad, la única, se sepa si presuponemos su inocencia? ¿Por qué razón se negaría a aclarar su inocencia estando en su mano y siendo tan claro? ¿Por qué motivo su abogado le aconsejaría alargar el calvario de estar investigada y bajo sospecha? Solo se me ocurre un motivo y no es bonito.
Negarse a contestar a las pertinentes preguntas que se le han formulado solo ha servido a Begoña Gómez para levantar más suspicacias, excepto entre sus incondicionales (no se ha encontrado cura todavía para el síndrome Loles León). Y, en mi caso, para fantasear con un Antonio Machado revivido que le susurrase, con voz de ultratumba (que siempre viste más) aquello de «tu verdad no, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela». Otra cosa es que entendiese algo.