Olatz Barriuso-El Correo
Se acumulan estos días noticias inquietantes o, como mínimo, disruptivas para la conversación pública tal como la conocemos. ‘The Guardian’ anuncia que cierra todas sus cuentas de X por los contenidos «tóxicos» que propaga la antigua Twitter bajo los designios de Elon Musk. ‘La Vanguardia’ sigue sus pasos en España. El exlehendakari Urkullu ya se despidió a la francesa de la controvertida red social en diciembre de 2021 -cuando no la había comprado aún el multimillonario dueño de Tesla, flamante nuevo integrante de la Administración Trump- en protesta por los discursos «de odio» a los que, en su opinión, daba pábulo.
En Euskadi, una rectora de la universidad pública se ve obligada a fulminar a su segundo -y candidato en su plancha a la reelección- por ocultarse bajo el anonimato digital para trolear al aspirante rival. El destituido no era un cualquiera sino un divulgador científico de prestigio, al que se ofrece para sustituir con pasmoso afán de protagonismo un profesor expulsado de la misma institución por tuits homófobos y racistas. En Valencia, la periodista con la que comió Mazón durante horas el fatídico 29 de octubre se ve forzada a cerrar todas sus cuentas ante un aluvión de insultos machistas. En la misma ciudad, un eurodiputado que ha logrado el acta al calor de ese universo paralelo aún por civilizar se disfraza de militar para intentar acceder al pabellón donde duermen los efectivos desplazados de emergencia para reconstruir lo arrasado por la riada.
Se habla, mucho, de antipolítica; todavía más, de bulos; y sin cesar se evoca el caos, el populismo, el nuevo orden mundial, a Iker Jiménez. Vuelan los cuchillos (dialécticos) entre intelectuales de uno y otro signo en la prensa tradicional. Pedro Sánchez sentencia en Bakú que «el cambio climático mata» y Trump nombra responsable ambiental a un lego en la materia sin más programa que deshacer todas las políticas de Biden. El antedicho potentado Musk, el particular que más poder ha logrado amasar desde los hombres del Renacimiento, comparte gabinete con una gobernadora que se hizo famosa por matar a su perro.
Las reglas han cambiado porque el mundo se ha vuelto, de pronto, un lugar (todavía más) hostil, donde ya nadie -si hablamos de votantes, claro- tiene claro quiénes son los buenos y quiénes los malos. Los roles universalmente aceptados mutan sin previo aviso y en la arena política patria tenemos un ejemplo imposible de mejorar, el de la asombrosa (y digna de celebrar, dicho sea sin asomo de ironía) metamorfosis de Óscar Puente: de portavoz marrullero oficioso del Gobierno a ministro mejor valorado a este paso por su cabal asunción de responsabilidades tras la dana, hasta el punto de que algunos ya ven una maniobra para postularse como futuro líder del postsanchismo, si es que eso llega alguna vez.
La experta en el mundo laboral Sarah Jaffe explica que líderes de todo pelaje ideológico, desde Starmer hasta J.D. Vance, apelan a la «clase media trabajadora» porque «hoy nadie quiere reconocer que es rico o que es pobre» y eso configura una bolsa informe de votantes imposible de predecir. Quizás por eso el Congreso alumbró ayer una mayoría que ríete tú de Frankenstein -PNV, PP, Junts, Bildu y ERC- para agilizar los desalojos de okupas. Quizás por eso Pedro Sánchez sigue convencido de que puede aunar en su favor a la heterogénea pléyade de socios, unos porfiando por gravar los yates y los ‘lambos’, otros por dejar en paz a los ciudadanos con seguro médico. Lo que es evidente es que las coordenadas para seducir a un electorado cada vez más harto han cambiado, y eso altera también el manual de resistencia que el presidente manejaba hasta ahora. Si resistir ya no es vencer, puede pasarnos de todo. También otras elecciones.