Javier Zarzalejos-El Correo

  • La idea de Trump de que la relación transatlántica ha funcionado solo en favor de una Europa parasitaria es la decantación del populismo aislacionista

La victoria de Donald Trump ha coincidido con el trigésimo quinto aniversario de la caída del Muro de Berlín. Ninguna imagen desde entonces ha retratado mejor el triunfo del mundo libre sobre el totalitarismo comunista, decrépito, represivo y devastador para los pueblos a los que el comunismo sojuzgó durante décadas. Y pocos logros más tangibles de lo que representó el férreo compromiso atlántico que, uniendo a Europa y Estados Unidos, moldeó una gobernanza internacional basada en reglas e impulsó el crecimiento y la prosperidad ofreciendo estabilidad y disuasión frente a la Unión Soviética.

Cuando 35 años después miramos a lo que representa la relación transatlántica, la imagen es bien distinta. En Estados Unidos va a gobernar por segunda vez un presidente aislacionista en lo político y proteccionista en lo económico. Un presidente que, en vez de permanecer como un baluarte decisivo de disuasión frente al expansionismo ruso, se jacta de ser amigo de Putin, anuncia la asfixia financiera y armamentística de Ucrania y promete acabar la guerra -es decir, la invasión rusa- en 24 horas por el indisimulado procedimiento de obligar a los ucranianos a renunciar a una cuarta parte de su territorio para una ‘no solución’ a la coreana que permitirá a Putin nuevas aventuras para reconstruir lo que considera la esfera de influencia que Rusia tiene derecho a definir e imponer-

En 1989, Berlín seguía siendo una ciudad ocupada, Alemania una nación dividida y la OTAN una organización que demostraba su eficacia y su razón de ser como garantía de seguridad colectiva. Hoy la Alianza es una organización que contempla su futuro bajo un dramático interrogante. Para Trump, la OTAN parece ser un artefacto que solo prueba que, en efecto, Europa es un conjunto de países que parasitan la bondad de los americanos y ya ha advertido de que, si Rusia ataca a un miembro de la Alianza Atlántica, antes de prestar ninguna ayuda comprobará si el estado atacado ha pagado su cuota en forma de presupuesto de defensa. Lo paradójico es que los aliados más firmes e inconmovibles de EE UU son precisamente los países del Este y los bálticos que, a su vez, son los que se encuentran más directamente amenazados por las pretensiones rusas.

Europa es, sigue siendo, el primer socio económico de EE UU, pero eso tampoco parece que vaya a impedir que Trump decida una subida general de los aranceles que afectarán a los productos agrícolas e industriales europeos, también a los españoles. Con esos nuevos aranceles, Trump busca compensar la pérdida de ingresos que pueden suponer las rebajas fiscales comprometidas sin tener que reducir el gasto público animado por la rebaja de los tipos de interés.

La relación transatlántica ha producido garantías de seguridad y ha impulsado la progresiva liberalización del comercio; los dos factores que, como ha recordado el Informe Draghi, han sido determinantes del progreso del continente. La Unión Europea sigue siendo una gran potencia comercial y sigue necesitada de seguridad frente a Rusia. Eso debería conducir a una relación más equilibrada en la que Europa asuma mayores responsabilidades no ‘en vez de’ sino ‘junto a’ EE UU. La idea de que la relación transatlántica ha funcionado solo en beneficio de una Europa parasitaria es la decantación del populismo aislacionista que se alimenta en las mismas raíces del proteccionismo trumpista.

Trump no es responsable del deterioro de la relación transatlántica, que hace tiempo parece haber averiado su motor, que no es otro que propósito común basado en experiencias históricas y valores compartidos. Pero muchos indicios apuntan a que será el nuevo presidente de EE UU quien acelere la caducidad de ese paradigma de cooperación y relación preferente. Está por ver que en la Unión Europea existan el liderazgo, la claridad estratégica y la capacidad de diálogo con la nueva Administración republicana que impidan que ese deterioro alcance sus peores consecuencias, de manera que desde este lado del Atlántico se consiga recuperar el interés por una asociación necesaria para todas las partes.

Recientemente escuchaba a un experto advertir de que Europa había confiado su defensa a Estados Unidos, la energía a Rusia y el comercio a China. Con las salvedades que hay que hacer a cualquier generalización, este paradigma tiene que transformarse y eso está ocurriendo, seguramente no con la velocidad y la determinación que sería deseable, pero la dependencia energética de Rusia ha disminuido sustancialmente -con gran beneficio para Estados Unidos, por cierto- y el aumento en los gastos de defensa es ya un hecho, salvo el caso de España. En lo demás, queda desear que la imprevisibilidad de Trump, en este caso, nos sorprenda positivamente.