Editorial-El Correo
- Las instituciones se juegan su prestigio en la eficacia con la que respondan a una dana que ha alimentado las pulsiones populistas
El Estado falló en las labores de prevención y en la respuesta inicial a la dana, pero España no es un Estado fallido. La Generalitat valenciana y el Gobierno central reaccionaron tarde y con un insuficiente despliegue de medios en las primeras horas de la catástrofe, pero sus errores no constituyen un fracaso de la política que incite a despreciarla, sino un mal ejercicio de ella que obligará a asumir responsabilidades a gestores mediocres y a revisar en profundidad los protocolos de actuación. El PP y el PSOE pueden seguir enzarzados en una virulenta trifulca sin fin para erosionarse con esta tragedia arrojándose muertos a la cabeza cuando el lodo todavía persiste en las zonas más afectadas, pero no ser ajenos a que, en medio de un ambiente irrespirable por una extrema polarización, corren el riesgo de que su hipotético éxito en ese propósito no solo desprestigie las siglas rivales, sino dañe el sistema de partidos y tienda una alfombra a populismos como los que triunfan en otros países.
El eslogan ‘solo el pueblo salva al pueblo’, que ha hecho fortuna estos días, resume ese peligro al presentar la irreal imagen de unas administraciones que no sirven para proteger a la ciudadanía y satisfacer sus necesidades, y que han de ser sustituidas por instancias supuestamente más eficaces. La antipolítica encuentra en crisis de esta índole un caldo de cultivo idóneo con discursos más efectistas que efectivos. Las grandes formaciones deberían ser las más interesadas en no alimentarla. Lo hacen, en situaciones como la actual, mensajes tremendistas, medias verdades y falsedades completas para arrojar fango sobre el adversario que tienen el nocivo efecto colateral de manchar el prestigio de las instituciones. También la ausencia de medidas para perfeccionar su funcionamiento y la incesante pérdida de calidad en la selección de altos cargos.
El Estado entendido como el conjunto de los poderes públicos no es el problema, sino la solución para quienes lo han perdido todo en desastres como el de Valencia, cuyos estragos habrían sido excepcionales aun cuando no se hubieran cometido los errores detectados. De él se espera, junto a acciones preventivas dignas de tal nombre para emergencias similares, un esfuerzo sostenido de ayuda y reconstrucción a la altura de la catástrofe que permita recobrar el pulso a los municipios arrasados -lo que llevará años- y rehacer sus vidas a los afectados. La política se juega su credibilidad en este envite.