- Meloni no es ya una fascista odiosa. Ni Orban un neonazi abominable. Todos son colegas con los que intercambiar cromos. Y cobrar, desde Bruselas, el mismo salario del miedo. El que hará aún más rica a la señora Ribera. Por supuesto
«Estos son mis principios…», no hay cinéfilo que no conozca la boutade, cuya autoría una bien ganada reputación atribuye al inmenso Groucho Marx. No importa demasiado si el copyright es justo o si tiene predecesor, que es lo más probable. La declaración de principios que arrastra tiene valor más grouchiano que Groucho mismo: «Estos son mis principios… Pero, si a usted no le gustan, tengo otros».
La política se ha ido transubstanciando a lo largo del último medio siglo en una disciplina ortodoxamente grouchiana. La española, en caricatura de una caricatura. Valle-Inclán llamaba a eso un esperpento: cuando las distorsiones superpuestas acaban por trocar la tragedia en farsa y la farsa en sórdido juego de masacre. Un feo juego, eso sí, en el cual los dados están cargados siempre, y el que los lanza sabe que saldrá de este oficio rico. A costa del amado pueblo, cuyo lomo soba y cuyos impuestos se embolsa.
Hace ya dos años que los partidos socialdemócratas europeos proclamaron su horror ante el ascenso de Giorgia Meloni como presidente del Consejo de Ministros de Italia. El Partido de Pedro Sánchez –que fuera, antes de su golpe de mano, conocido como Partido Socialista Obrero Español– se puso, de inmediato, a la cabeza de los que, esta vez, no estaban indignados sino escandalizados. No era para menos. Como una fulgurante revelación celestial, Sánchez y los suyos –ya por entonces muy entretenidos en el desvalijamiento amistoso y familiar del Estado– habían descubierto lo más atroz, lo inimaginable: los ‘Fratelli d’Italia’ de Meloni no eran un partido de vulgar derecha, no eran siquiera una carcundia como la que Sánchez, Ábalos o Marisú denunciaban en su heroica liza con el PP español. Todo eso eran minucias. Los ‘Hermanos de Italia’ eran una banda fascista directamente heredera de los camorristas camisas negras del finado Mussolini. Como Viktor Orban en Hungría lo era del nazismo centroeuropeo de hace ahora casi un siglo: un Hitler del siglo XXI. Una y otro encaminaban inexorablemente Europa hacia una hecatombe de la que sus antecesores nos dieran muestra y escarmiento irresuelto.
Lo que yo no acababa de entender, hace dos años, era en qué aquello podía molestar al socialismo caudillista que es el del legítimo cónyuge de Begoña Gómez. Mussolini, director del diario socialista Avanti, se formó en política como un caudillo particularmente populista del Partido Socialista Italiano. Y, cuando decidió escindirse de él, para formar sus Fascios de Acción Revolucionaria, más tarde Fascios Italianos de Combate y finalmente el Partido Nacional Fascista (que, a partir de 1943, tomaría el nombre de Partido Fascista Republicano), arrastró en su destino a buena parte de una base obrera socialista, que descubrió hasta qué punto la servidumbre a un jefe carismático puede ser placentera. Leer los volúmenes de ‘Il romanzo di Ferrara’, de Giorgio Bassani, nos impone la melancolía de constatar hasta qué punto entre el populismo socialista y el fascismo mussoliniano la frontera fue tenue, y hasta qué grado el amor al líder puede convertir a amables socialdemócratas en bandas de feroces delincuentes. De lo del nazismo, no hace falta decir demasiado. Baste con explicitar el completo nombre del partido nazi: ‘Partido Socialista Nacional de los Trabajadores Alemanes’. Los fascismos –en sus diversas variantes– son los hijos salvajes del socialismo. Salvajes, sin duda. Y, sin duda, socialistas.
Pero no, hace dos años, el Doctor Sánchez no andaba para matices históricos ni literarios: Orban era una amenaza nazi y Meloni una fascista con cuyo contacto cualquier político podía sólo corromperse y poner en marcha la definitiva destrucción de Europa.
Se acabó ahora esa convicción. Pedro Sánchez da orden a los suyos de votar a los candidatos –¿’fascistas’?– de Orban y de Meloni en la Comisión Europea. ¿Ha descubierto, al fin, el marido de Begoña Gómez sus verdaderas convicciones más profundas en ese viscoso cenagal del socialismo populista? No, no es ni siquiera eso: para tener convicciones fascistas, es condición previa ser capaz de tener convicciones. No es el caso. El presidente del Gobierno español tiene intereses. Personalísimos. Que pasan por mantenerse en la Moncloa, antes de que el juez pase, de imputar a un cónyuge, a imputar a ambos: eso que, hace unos años hubiera sido impensable y que es hoy una opción de par en par abierta. Y tiene que ir situando a peones fieles en lo más alto del Gobierno Europeo, como segunda línea de trincheras, por si la cosa acaba de ponerse de verdad fea en España. Y no, Meloni no es ya una fascista odiosa. Ni Orban un neonazi abominable. Todos son colegas con los que intercambiar cromos. Y cobrar, desde Bruselas, el mismo salario del miedo. El que hará aún más rica a la señora Ribera. Por supuesto.
Y, claro, claro que «estos fueron mis principios. ¿No le gustaron? Pues, hombre, no se preocupe demasiado. Tengo otros. Y una doble función para todos ellos: ser impune en familia y ganar mucho dinero. Para mí y para los míos».
Sí, es muchísimo mejor que lo de Groucho.