Ignacio Camacho-ABC
- Vivió su desgarro en la intimidad por no conceder a los terroristas el espectáculo de abatimiento moral de una víctima
Hace algo más de un cuarto de siglo, la madre de un concejal sevillano pasó semanas enteras pendiente de que sus nietos huérfanos no viesen los telediarios. Se había hecho cargo de su educación y en los ratos libres del colegio les ponía en bucle dibujos animados para evitar que la televisión les hiciera pasar un mal trago. Se llamaba Teresa Barrio Azcutia y su hijo era Alberto Jiménez-Becerril, asesinado junto a su esposa Ascensión por dos sicarios de ETA a quienes la Audiencia Nacional tuvo que revocar hace dos años el tercer grado penitenciario concedido por el Gobierno vasco. Desde aquella noche de enero de 1998, su vida apagada este sábado no tuvo otro sentido que el de enderezar el destino de una familia destruida por el atentado.
«Sus lágrimas serán nuestras sonrisas», había dicho De Juana Chaos en la cárcel cuando le llegó la noticia. Ése era y fue durante mucho tiempo, quizá hasta hoy mismo, el escarnio añadido al sufrimiento de las víctimas. Teresa, sin embargo, sonreía; el llanto, el desconsuelo, el desgarro, los reservaba para su soledad por no conceder a los terroristas el espectáculo de un abatimiento moral o de una quiebra íntima. En público se esforzó por sostener el papel de vestal de una memoria orgullosa, íntegra, noble, consistente, digna. Fue a la vez ‘madre Coraje’ y abuela protectora, como un árbol plantado junto a la orilla del río de dolor que corría por dentro de su conciencia herida. Nunca permitió que le asomara una flaqueza, un signo de desistimiento, un bajón de energía.
Pero sufría, vaya si sufría. Había aprendido a esconder el desamparo tras la puerta, tras los visillos junto a los que alguna vez le asaltó la maldita idea de ir a buscar al más allá a su hijo y a su nuera. La desechó cuidando a los niños –4, 7 y 8 años el día de la tragedia–, ayudándolos a crecer, vigilando sus carreras, y también erigiéndose en la estatua silente, la sombra rubia de su hija activista en los homenajes que la ciudad no cesa de tributar al matrimonio segado para que no se borre su huella. Luego se volvía a encerrar con los recuerdos, los álbumes, los recortes de prensa, la dulce melancolía de una época de amores felices y fiestas flamencas. De una existencia deshecha.
Cuando se sinceraba dejaba escapar, como tantos otros familiares de víctimas, el sentimiento amargo de una derrota. La punzada dolorosa de un relato perdido, de un sacrificio estéril progresivamente arrinconado en los pliegues de la Historia. Le alcanzó la vida para ver las rebajas penales de unos asesinos incapaces siquiera de una palabra de arrepentimiento o de condolencia, la normalización institucional de sus legatarios, el blanqueo de su herencia siniestra. El desdén de una sociedad amnésica. No sé si llegó a perdonar pero los sevillanos que vivimos aquella madrugada negra no lo vamos a hacer mientras estemos de pie sobre la tierra.