Iñaki Ezkerra-El Correo
Cuando se habla de Europa, lo que salta a la vista, lo que se menta es el Banco Central, el gas de Putin, el auge de las ultraderechas, el Brexit, la Agenda 2030, la Von der Leyen, la Champions League… Como si Europa ya fuera solo política, economía y el fútbol de la UEFA. No existen ya ni Rembrandt ni Leonardo, ni Cervantes ni Shakespeare, ni Zweig ni Montaigne; ni Schubert ni el Beethoven que le dio el himno a su organización administrativa. Es por esa razón por la que he disfrutado con ‘El viaje a Weimar’, un libro recién publicado que relata el periplo que hizo su autor, Mariano Zabía, en 1989 por la Alemania aún entonces llamada Democrática, que había querido visitar largo tiempo sin hallar la oportunidad. Uno de los encantos de esas páginas es que se salen continuamente de sus rutas y sus tiempos para apelar a la Historia, a la erudición, a la reflexión o al recuerdo, de modo que Weimar, Eisenach o Leipzig son las del presente y a la vez las del siglo XVIII o el XIX. Se trata de un delicioso texto lleno de observaciones sobre la identidad europea, sobre el alma de un continente que ya no se reconoce a sí mismo porque le han cambiado el guion.
En una página, Zabía sigue las huellas de Schiller y Goethe, del que dice que «se inventó» la pequeña ciudad de Turingia en la que nació. En otro pasaje, nos descubre en Bach «el sentido de la intimidad de la espiritualidad luterana, una intimidad doméstica construida en torno al hogar y la familia, a los pequeños placeres como los plasmados en la Cantata del café». Lo que más me gusta de la mirada del autor es cómo siente Europa y el desgarro de su esencial contradicción. Por un lado, este pedazo del mundo nos dejó ser casi todo lo que quisimos en la política, en la religión, en el arte, en el trabajo o en el sexo. Por otro, en esa libertad está su debilidad. Por esa puerta se cuelan los que no creen en ella y la llaman decadente. El libro se cierra con la caída de ese Muro de Berlín que nos robó las calles de Kafka, Rilke, Freud, Ionesco o Bela Bartok; esa Europa desplazada hasta el punto de ser llamada del Este cuando no es del Este, como nos recordaba Kundera. Un buen símbolo para disuadirnos de levantar nuevos muros.