- A pesar de la larga dictadura franquista, España nunca fue un desierto cultural
¿Es posible no tener enemigos? No lo creo, pues siempre surgen cuando alguien se interpone, aún sin quererlo, en el empeño del codicioso o del fanático. No importa ser pacífico o benévolo o generoso, si te pillan por medio de su ruta harán lo posible por crujirte o darte un manotazo. No entiendo, por tanto, que sea posible el arte de no tener enemigos.
Sí creo, en cambio, que hay un arte de no hacer enemigos. No es lo mismo que ‘no tener’. Se trata de evitar, en la medida de lo posible, el ahondamiento de las discrepancias con alguien. En ocasiones, estas diferencias degeneran con rapidez en hostilidades; hay que saberlas poner, por tanto, entre paréntesis y no resaltarlas. Es un arte de delicadeza que se relaciona con el de saber hacer amigos, el cual consiste en enfocar con mirada amable la existencia de los demás, reconociendo lo mejor que tengan, complaciéndose por ello e incluso celebrándolo sin gota de envidia. Es lo propio de personas seguras de sí, ser generosas.
Entre los siglos I y II, el pensador griego Plutarco (autor de las célebres Vidas paralelas) entendía que “no hay que considerar enemigo a ningún ciudadano”, a menos que llegue a ser una plaga o un ‘tumor de Estado’. Valoraba que los políticos rivales de diferentes partidos tuviesen un trato amistoso, cuando menos en privado, y carecieran de rencor, aunque discrepasen vivamente en público. Entre sus consejos políticos, Plutarco señalaba que nunca hay que dejar de felicitar al adversario cuando hace o dice algo bueno. Es justo lo contrario de lo que hoy domina en nuestro escenario político. No importa que estemos asistiendo ya a la sociedad digital. Es una grave disfunción.
Manuel Milián Mestre (periodista, licenciado en Historia, político próximo a Manuel Fraga Iribarne) parece un ejemplo de esta actitud de ecuanimidad y nobleza, que testimonia en Las paradojas de la amistad (G2000), libro donde da cuenta de sus relaciones personales alrededor de la Transición democrática. Veamos unas pinceladas.
De quien fuera director del diario vespertino barcelonés El Noticiero Universal, José María Hernández Pardos, afirma agradecido que nada hubiera sido posible en su vida sin él. Del filósofo Julián Marías dice, entre otras cosas elogiosas, que pocas veces ha conocido un ser tan prudente, sensato, atinado y modesto como él. Al cardenal Tarancón lo describe claro, conciso, discreto, jovial, dinámico, nervioso. Lo admiró, lo respetó y no siempre estuvo de acuerdo con sus decisiones; por ejemplo, la de no dar respaldo a un partido confesional como la Democracia Cristiana.
De Ramón Tamames, el economista que fue miembro del Comité Central del PCE, resalta su ‘mirada hiperbólica’, su ironía y picardía. Lo entrevistó hace justo cincuenta años cuando, recién salido de la cárcel, acababa de escribir su novela Historia de Elío, que fue finalista del Premio Planeta. Milián Mestre destacaba entonces que el polímata madrileño era poseedor de una percepción realista de los hechos, con una convicción firme en favor de la libertad y la tolerancia, con elasticidad doctrinal para explorar las vías de lo posible. Alguien que “soñaba lo posible y amaba lo hipotético” y estaba “abierto a todos los horizontes”.
El antiguo diputado catalán ha homenajeado a un conjunto dispar de personas dignas de ser amadas y de las que se hizo amigo. Un impulso que emana de su autenticidad personal y que posee un valor cívico indudable.
A pesar de la larga dictadura franquista, España nunca fue un desierto cultural. Pero no estaba en sus propias manos, y éramos vistos afuera como leprosos. “El espejo que la cultura nos brinda de nuestra sociedad y de nosotros mismos, ¿nos agrada y nos convence?”, formula Sergio Vila-Sanjuán en su reciente ensayo Cultura española en democracia, donde repasa los últimos cincuenta años del mundo cultural español: un balance formidable, tanto en reconocimiento internacional como en recuperación de autoestima social.
Ha habido notables mejoras de equipamientos y de museos. También de teatros. En especial, en 1976 se fundó el Teatre Lliure y en 1978 Adolfo Marsillach estableció el Centro Dramático Nacional.
Por cierto, Vila-Sanjuán apunta algo que casi nadie recuerda y que ya advirtió Josep Maria Bricall: En 1986, Jordi Pujol rechazó la propuesta del ministro de Cultura Javier Solana de convertir el Liceo barcelonés en la ópera de referencia de España siguiendo el modelo de la Scala de Milán para Italia. A esto se llama despreciar la sinergia o el arte de dejar de hacer amigos para siempre; también el arte de dejar en la inopia y manipular a no poca gente. El ‘no’ pujolista impulsó la reapertura del Teatro Real de Madrid como gran teatro de ópera.