Federico Romero-EL Debate
  • Resulta necesario, por tanto, en las actuales circunstancias, volver a plantearse qué queremos expresar cuando hablamos de España. Cuando antes he hablado de la riqueza del país, no estoy hablando solo de la riqueza material

En su obra ‘España inteligible’, decía Julián Marías que «la preocupación por la condición española parece un ingrediente esencial de la realidad de España, a diferencia de lo que sucede con otros pueblos que, solo ocasionalmente, se vuelven con inquietud y zozobra a preocuparse por su propia realidad». Una de las cuestiones más preocupantes de la actual situación española es que una serie de elementos, que son indispensables para que España siga siendo una verdadera nación, han quedado arrasados por la necesidad del presidente del gobierno –que ahora está en el poder con la inquebrantable adhesión de los cuadros de su partido y el respaldo de los funcionarios adheridos– de contar con los votos de los partidos independentistas; lo que implica que, un grupo minoritario del pueblo de nuestro territorio, que no quieren ser españoles, decidan sobre el futuro de España. A eso debe añadirse que esa voluntad va acompañada del deseo de atrapar todo lo que se pueda, y más, de la riqueza de todo el país, sin importarle los desequilibrios que ello produzca, quebrando con ello el principio de solidaridad, tan querida, según decían, por la ideología llamada progresista.

Lógicamente, sería la Constitución vigente el instrumento jurídico esencial para impedir tal desatino político, pero, como muy bien ha observado el periodista Camacho, el actual «sistema federal encubierto» contenido en el conjunto de su articulado, que fue redactado como el mejor posible en el momento inicial, para conseguir el necesario consenso y la implantación pacífica de una verdadera democracia en España, fue ingenuamente confiado a la buena voluntad de sus redactores y posteriores intérpretes. Pero ahora parece difícil que pueda alcanzar tal objetivo. La prueba está en la deriva hermenéutica de la doctrina del actual Tribunal Constitucional.

Resulta necesario, por tanto, en las actuales circunstancias, volver a plantearse qué queremos expresar cuando hablamos de España. Cuando antes he hablado de la riqueza del país, no estoy hablando solo de la riqueza material de contenido económico, sino de una riqueza inmaterial que, a mi juicio, constituyen la dimensión proyectiva de España que son: «el idioma común y la vivencia y difusión misional de los valores y virtudes del cristianismo». Anticipo desde ahora, que soy consciente de que esas «vigencias» –utilizo la terminología de J. Marías– no son inertes, sino que están en movimiento, y pueden llegar a extinguirse o sustituirse, de ahí el título que doy a estas reflexiones, que considero necesarias en el momento crítico que vivimos. Bien es verdad también, que, al enmarcar los dos elementos que acabo de utilizar como «riqueza» estoy adelantando mi valoración, pero, expresándola ahora, no significa que renuncie a someterlos a debate.

Por lo que al idioma concierne, y siguiendo a Marías (op. cit.), «la pluralidad lingüística es una tremenda dificultad para la formación de una sociedad». Pero también considero que es una estimable riqueza, siempre que, como ocurre ahora, no se convierta en un instrumento para fomentar la separación. Despreciar el idioma español como aglutinante social y como vehículo de la sociedad, con el indiscutible argumento, en contra de ese desprecio, de que lo hablan seiscientos millones de personas, me parece no solo un sinsentido sino también una desconsideración hacia los países que lo tienen como lengua nacional. Cuidar la pervivencia del vascuence o eusquera, del catalán o el bable, así como respetar los giros de los países hispanohablantes, no solo es conveniente sino enriquecedor. Pero hacerlo en detrimento de la dimensión proyectiva que constituye nuestro idioma común, supone desconocer que una nación no es solo un territorio, sino, sobre todo una sociedad que se mantiene como tal en tanto que se comunica como tal.

En cuanto a la vigencia de las ideas actuales, el fenómeno disgregador producido no solo en España, sino en todo Europa y en el mundo occidental, en donde el concepto de Estado nacional se ha diluido, a causa de ideologías como el populismo, el wokismo y otras seudorreligiones, ha sido acompañado también por un grave proceso descristianizador. Porque, como afirma Marías, «los demás países europeos eran cristianos, pero no consistían en ello», como en el caso de España, según demuestra gran parte de nuestra historia, donde la llamada Reconquista, seguido de la aparición del Estado nacional alcanzado por los Reyes Católicos y su sentido misional, hasta llegar incluso a la Monarquía del Barroco que, a pesar de la expulsión de los jesuitas y de las ideas ilustradas, se sigue designando como Monarquía Católica, según recuerda Rodríguez Casado y puebla la imaginería andaluza y castellana que aún sale a nuestras calles y el arte en general.

Estas consideraciones históricas no son un estéril ejercicio de nostalgia, sino que trato de ponerlas al servicio de una necesaria meditación sobre la idea de España, sin que la gravedad del momento presente para su subsistencia, nos impida trabajar en la buena dirección de mantener la esencia de su secular «proyecto» y «aventura». En cuanto al problema lingüístico confío en que, sencillamente, no estropeemos lo que la fuerza de los hechos en todo el mundo y de la razón histórica impone. Más difícil es luchar contra la corriente descristianizadora de Europa y de España, considerando lo dicho respecto al papel histórico de nuestro país. Solo nos queda confiar en Dios y, por parte nuestra, difundir los valores humanos y cristianos y batallar contra el imperio de la mentira que forman parte esencial de nuestra fe en Cristo.

  • Federico Romero Hernández fue profesor titular de Derecho administrativo y Secretario General del Ayuntamiento de Málaga.