Josep Miró i Ardèvol-El Español
  • El cainismo español, que tanto ha destruido, ha regresado y traerá una debacle de proporciones históricas si no detenemos su dinámica

Desde la guerra contra el francés de 1808, que duró seis años y tuvo no poco de enfrentamiento interno, las guerras civiles, los conflictos sangrientos y las crisis políticas extremas han sido el signo de la vida española. Si el funcionamiento de las instituciones públicas determina la riqueza y el éxito de las naciones, resulta evidente que la política española ha hecho todo lo posible —aunque no todos, ni siempre, claro está— por hundir al país.

Desde entonces, se sucedieron de la mano de la modernidad y la contra modernidad las tres guerras carlistas, la de 1833-1840, la de 1846-1849 y la de 1872-1876, hasta llegar a la gran Guerra Civil de 1936-1939. Además, acaeció la Revolución de 1854 («La Vicalvarada»), la revolución liberal contra el gobierno conservador de Isabel II, y la Revolución de 1868 («La Gloriosa»), con el derrocamiento de Isabel II y los enfrentamientos que culminaron en la Primera República, abriendo paso al conflicto cantonalista (1873-1874). A esto se suman luchas sindicales a gran escala, como la Semana Trágica de Barcelona (1909) y los años de terrorismo y pistolerismo anarquista, que tuvieron su contrarrelato armado en los Sindicatos Libres. También hay que mencionar el fuerte impacto que tuvo la Guerra del Rif (1911-1927) en la sociedad española.

A esto se suma la lógica malsana de los pronunciamientos militares. No fueron pocos: el pronunciamiento de Riego (1820), el de 1836 a favor de la Constitución de 1812, seguido por el de Narváez (1843) y otros más durante el reinado de Isabel II. Luego, el de O’Donnell (1854), que dio paso al Bienio Progresista, el golpe de estado de Pavía (1874), que puso fin a la Primera República y facilitó la Restauración Borbónica. Finalmente, el golpe de Primo de Rivera (1923), que duró hasta 1930, y, posteriormente, el intento de Sanjurjo en 1932, hasta el golpe de estado de 1936, que desencadenó la Guerra Civil Española, precedido por la insurrección frustrada de 1934 en Asturias y Cataluña, liderada por el PSOE, la UGT y ERC. Incluso en 1981 hubo un intento fallido de golpe de estado: el 23-F.

Este inmenso desastre, que se extendió durante más de un siglo y medio —si contamos las dos primeras décadas del franquismo y su dura represión—, tenía un solo origen: quienes se consideraban portadores de la solución taumatúrgica negaban el pan y la sal a quienes discrepaban o se oponían. En ocasiones, el fuego prendió porque una parte, con una visión radical de las soluciones, se quiso imponer sobre la otra utilizando la fuerza del estado.

Todo este esforzado maremágnum de no dejar piedra sobre piedra en nombre del bien, considerando el pacto y el consenso como un mal traicionero, partía de la premisa de que el compatriota era un malvado indigno de gobernar. Todo esto se reflejaba en el ámbito político en las constituciones, que se convertían en instrumentos de bando o partido.

Así fue desde la primera, «La Pepa» de 1812, derogada en 1814, restaurada en 1820 y, finalmente, liquidada en 1823. Luego vino la Constitución de 1834 (Estatuto Real), que duró poco, ya que en 1837 se promulgó una Constitución de tendencia liberal, reemplazada rápidamente por la de 1845. En 1869 fue sustituida por otra aprobada tras la Revolución de 1868, a la que sucedió la Constitución de 1876, la más estable, que duró hasta la dictadura de Primo de Rivera en 1923. Luego vino el preludio del gran desastre, la Constitución de 1931. No fue hasta la Constitución de 1978, lograda tras el largo periodo franquista y fruto de un gran consenso entre adversarios y enemigos históricos, que España logró una estabilidad prolongada.

Dos rasgos son incuestionables. El primero muestra que el consenso constitucional genera prosperidad y bienestar, mientras que las constituciones de partido, en nombre de grandes abstracciones históricas y la conquista o mantenimiento de «derechos irrenunciables», traen consigo el desastre y la destrucción. El segundo, que la Constitución de 1978 ha perdurado tanto como la de 1876, y que aquella cayó de mala manera.

Parecía que habíamos aprendido la lección, pero no es así. El PSOE de Sánchez decidirá en su próximo Congreso, a finales de este mes de noviembre, dos modificaciones constitucionales, deliberadamente belicosas, que dividirán al país y liquidarán el consenso de 1978. Lo que era el «mal menor» del aborto, según sus promotores iniciales, lo elevan ahora a derecho constitucional, junto con el matrimonio homosexual. Ningún país se ha atrevido a tanto, pero a Sánchez no le importa situar la Constitución en el centro de un conflicto en el que solo puede haber perdedores y ganadores. Así, regresa a las prácticas cainitas del pasado, que solo promueven la desgracia, mucho más allá de un simple cambio.

No podemos aceptar esto, ni esperar a ver si lo consigue. No podemos permitirnos un gobernante tan dañino, que no sabe convivir en el diálogo y el acuerdo, que es peligroso porque confunde exiguas mayorías absolutas con la democracia y la verdad. Ya no se trata de juegos de partidos; es necesario que la sociedad civil responda y se organice, lo que concierne también a ese gran mudo en el que se ha convertido la Iglesia. Nunca más dejemos que anide el cainismo. Nunca más.