Emmanuel Macron acusó ayer a la extrema derecha y la extrema izquierda de unirse en un frente «antirrepublicano» para hacer caer al primer ministro Michel Barnier con una moción de censura. En su discurso televisado, Macron se negó a dimitir, anunció su intención de resistir los treinta meses que le quedan como presidente, y afirmó que pretende nombrar un nuevo primer ministro en breve.
Hacía sesenta años que no caía un primer ministro francés de esta manera, con una moción de censura de la extrema izquierda a la que se sumó de forma sorprendente la extrema derecha de Marine Le Pen por motivos casi totalmente personales.
Sin posibilidad de convocar nuevas legislativas, Francia se adentra ahora en territorio desconocido, dado que nada hace pensar que un nuevo primer ministro vaya a reunir el apoyo que no ha conseguido Barnier. Especialmente cuando el extremista de izquierdas Jean-Luc Mélenchon, al igual que Le Pen, ha visto una rendija abierta por la que llegar a la presidencia del país en unas hipotéticas elecciones presidenciales anticipadas.
La división del país en tres bloques a priori incompatibles entre sí (el de la coalición de extrema izquierda, el del centro liberal y el de la extrema derecha de Agrupación Nacional) ha acabado degenerando así de forma sorprendente en la alianza del primero y el último contra un Macron que paga ahora su error al convocar elecciones legislativas sin tener garantizado un resultado ‘gestionable’.
Más allá de lo ingobernable del escenario y de las dificultades que afrontará Macron para nombrar a un nuevo primer ministro, el caso francés ilustra las dificultades que plantea ya el auge de los partidos extremistas. En parte por la incapacidad de los partidos moderados de gestionar los nuevos retos del siglo XXI: la inmigración ilegal, la decadencia de las clases medias, el empobrecimiento de las trabajadoras y la perdida de competitividad europea con respecto al resto del planeta por un intervencionismo estatalista incompatible con una economía sana, dinámica y no extractiva.
No deja de ser paradójico, en fin, que el espacio liberal, el del centro político, pierda fuerza en toda Europa por negarse a aplicar las políticas liberales que le son propias en beneficio de las proteccionistas e iliberales de sus rivales de los extremos.
En algunos países, como España, esa polarización ha sido alentada de forma irresponsable por el partido gobernante a cambio de unos réditos cortoplacistas evidentes, pero que podrían derivar fácilmente en un bloqueo ‘a la francesa’ en función de las futuras aritméticas electorales.
En otros países europeos las dinámicas son levemente diferentes, pero el nexo común en todos ellos es el hartazgo con los partidos políticos tradicionales y el crecimiento del espacio iliberal.
Harían bien PP y PSOE, o al menos aquellos sectores de ambos partidos que conservan una cierta visión de futuro, en reconocer que las dificultades por las que pasa Macron no son producto de circunstancias locales que jamás podrían darse en España. Porque las tendencias sociales que han llevado al borde del colapso a Francia se dan, con matices, en todos los países europeos. Y por supuesto también en el nuestro.
O los políticos españoles empiezan a hacer aquello que la política europea lleva tiempo sin hacer, hablar a los ciudadanos como adultos, o es sólo cuestión de tiempo que las tendencias antipolíticas e iliberales se hagan con las riendas del poder en toda la UE.