Manuel Montero-El Correo

  • Cuando la Transición, la clase política vasca que contaba se veía a sí misma como progresista. Era antifranquista, pero no quería saber de la igualdad

El modelo autonómico ha fracasado, nos comunica Bildu como novedad y repitiendo lo que viene diciendo desde que surgió la autonomía (no nos dice por qué ha fracasado, aunque intuimos que es porque no les ha gustado nunca). Asegura que sacar a terroristas de la cárcel es «invertir en convivencia», aserto de difícil comprensión, salvo que se equipare convivencia con hacer la voluntad de Bildu, pues así dejarían de dar la murga. «Tenemos un monstruo a nuestro lado», dice Otegi, espantado por las acusaciones de acoso sexual a Errejón, mientras un asesino o un secuestrador deben de parecerle bellas personas, jamás ha sido tan drástico con ellos. Hay que parar el proyecto del tren de alta velocidad, según Bildu, pues no tendrá rentabilidad social, contra lo que ha sucedido en todas partes.

No han cambiado gran cosa, salvo que ahora suena más sórdida la repetición de desatinos. Sin orientación clara, pero con líderes que quieren aparentar un papel mesiánico, pese a su aspecto anticarismático cuyo atractivo solo queda para su tribu.

De ahí se deriva cierto mareo social. Estamos donde estábamos, como si el mundo girase alrededor. El vértigo es un mal endémico en la sociedad vasca. Se imagina en progreso imparable, pero, inmóvil, da vueltas sobre sí misma. O sea, habla, piensa, rememora la violencia, la madre de todas nuestras batallas. «El levantamiento vasco continúa, el conflicto no ha terminado», amenazaban las juventudes de Sortu hace unos días, mientras exhibían fotos de terroristas.

Suele darse por supuesto que el embate del terror durante medio siglo es un mal superado. Estaría más lejos si la izquierda abertzale no se irritase cuando oye que ETA ha sido vencida. No puede con ello. Inmediatamente le cae al orador el sambenito de franquista. Y siguen las explicaciones ventajistas, tramposas: los Estados español y francés nos quieren imponer su versión; en España son incapaces de asumir situaciones en las que no hay vencedores ni vencidos. Como si después de cincuenta años pegando tiros quisieran ser reconocidos como combatientes por la concordia final, unos angelitos.

No son novedad las dificultades de esta gente para percibir la realidad: sus interpretaciones tienden a la paranoia. Sus imágenes se han basado durante mucho tiempo en ficciones fanáticas, siempre de victoria en victoria, «jo ta ke irabazi arte». Les extrañará que no toda la sociedad siga a pies juntillas su discurso y sus fantasías. Un efecto del terror fue su hegemonía retórica. Sus versiones no eran discutidas en público. De ahí el aire naíf que conservan en Euskadi las nociones políticamente correctas, entre pintorescas y echadas al monte. En las antípodas del progresismo que se atribuyen.

No solo ellos.

Cuando la Transición, la clase política vasca que contaba se veía a sí misma como avanzada, progresista. Fue una engañifa. Era antifranquista pero reaccionaria, pues no quería saber de los derechos fundamentales del individuo y de la igualdad, que deben ser ajenos a todo privilegio asociado al origen étnico, a la inclinación ideológica, a ventajismos identitarios. Una democracia debe excluir cualquier idea de superioridad o inferioridad entre los ciudadanos. Sin embargo, se creó una autonomía basada en la primacía idiomática, en la apología identitaria. Con ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda, que en algún texto llamaron «transeúntes» (los venidos de fuera ajenos al nacionalismo, los oriundos no nacionalistas). La iniciativa de la discriminación correspondió a los nacionalistas, pero fue una responsabilidad compartida, pues la aceptó todo el espectro parlamentario que se decía demócrata y antifranquista, en parte por la presión de la violencia terrorista

De aquellos polvos, estos lodos.

La placa que ha colocado el Ayuntamiento de la capital vizcaína «en recuerdo a todas las víctimas del terrorismo y de la violencia en Bilbao» produce vergüenza ajena y no solo por la clasificación de Cabacas (la anotación «con insuficiente clarificación» es falsa). Nada tiene ni pies ni cabeza. Dice «vulneración del derecho a la vida» en vez de asesinato. Se desprende que fueron en Bilbao asesinatos ocurridos en otros sitios (los de Fernando Buesa y Yolanda García, por ejemplo, sucedieron en Vitoria y Madrid). Mezcla todo, aunque vayan en epígrafes distintos: asesinados por ETA, por organizaciones de extrema derecha, por fuerzas de seguridad. ¿Pretende mostrar que por entonces todo era muy violento y sugerir que los terroristas fueron unos más, que reaccionaban a la represión?

La placa es una manipulación del lenguaje (un asesinato ha de llamarse así y no «vulneración del derecho a la vida»: los turistas quedarán perplejos) y de la historia. Desprende una idea falsa, y reaccionaria, de que aquello era un ‘totum revolutum’ que eximía de responsabilidades.