Ignacio Camacho-ABC
- Las crisis alemana y francesa barruntan un colapso del proyecto liberal europeo. Un modelo en quiebra por agotamiento
Los gobiernos tumbados de Scholz y de Barnier testimonian una crisis en el eje central de Europa mucho más importante que nuestras cuitas caseras a cuenta de Pedro Sánchez. Por mucho aire de grandeza que gaste el presidente español, y por muchos destrozos que cause en el orden interno, no deja de ser un personaje secundario en el contexto europeo. Pero Alemania y Francia son el núcleo esencial del mayor y mejor proyecto moderno en términos de civilidad, prosperidad y progreso. Y sus respectivas crisis no representan sólo avatares políticos propios de cualquier país con problemas domésticos, sino el síntoma inquietante de un cambio de paradigma, de modelo; tal vez incluso de la quiebra por colapso de un régimen –el de las democracias liberales refundadas en la segunda mitad del siglo XX– que ofrece claros síntomas de agotamiento. Sacudidas preliminares, corrimientos de placas tectónicas que anuncian un terremoto sistémico.
Las causas son muchas y complejas. La industria de ambas orillas del Rhin vive un proceso de deslocalización en favor del continente asiático. La vanguardia occidental de la investigación tecnológica y científica se desarrolla al otro lado del Atlántico. La política climática está generando un sentimiento de abandono en el sector agrario, que para muchos franceses era y aún es sagrado. La economía de servicios ha encontrado un hábitat más favorable en el arco mediterráneo. La inmigración simplemente se les ha ido de las manos a unas autoridades incapaces de evitar que los guetos urbanos se conviertan en territorios al margen del Estado. Y las generaciones más jóvenes se han educado en un ciclo de fuertes convulsiones cuyo impacto ha provocado la pérdida de confianza en las convenciones del juego democrático. En esa atmósfera de inestabilidad, favorecida por la desaparición de los grandes liderazgos, se abren paso los desaprensivos profetas de la izquierda anticapitalista y del populismo autoritario.
Con todo, quizá lo más desalentador sea la tendencia de los ciudadanos a refugiarse en las viejas recetas. El desplazamiento electoral hacia los extremos supone un retroceso a las trincheras radicales de los años treinta. Las instituciones han perdido crédito, bloqueadas por su inoperancia para encontrar respuestas, y los partidos clásicos, agentes del pacto de moderación que ha sostenido una larga etapa de paz, desarrollo y convivencia, se han desmoronado ante el empuje de fuerzas emergentes que predican rancias fórmulas fracasadas envueltas en técnicas de comunicación posmodernas. Faltan estadistas con luces largas, gobernantes prescriptivos de visión estratégica, y no hay trazas de encontrarlos en una esfera pública inepta donde sólo triunfan –como en España– mediocres oportunistas con vocación aventurera. No va a ser agradable pero quizá convenga resignarse a contemplar el espectáculo de un fin de época.