Ignacio Camacho-ABC

  • La ofensiva contra la separación de poderes ha convertido a un puñado de jueces en un trasunto del pelotón de Spengler

Desde el juicio del 23 de febrero, a cargo de un tribunal militar, no ha habido en España un proceso más importante que el de la revuelta independentista. Por su repercusión, por su trascendencia política y por la forma en que Manuel Marchena lo dirigió, constituyó un hito inédito en nuestra administración de justicia. Sabedor de su alto impacto en la opinión pública nacional y extranjera, el presidente de la Sala de lo Penal del Supremo desplegó en la vista un impecable ejercicio de transparencia y de protección de garantías, acompañado de una soberbia exhibición de técnica y autoridad jurídicas. La posterior sentencia, con la famosa frase sobre la «ensoñación», no quedó exenta de polémica; algunas voces consideraron que el veredicto de sedición, decretado por unanimidad, se quedaba a medias pese a la contundencia de las penas. El jefe de la oposición en aquella época, Pedro Sánchez, lo elogió sin reservas pero en cuanto poco después accedió al Gobierno se apresuró a revocarlo indultando a los reos de su condena y luego borrando los delitos a cambio de su reelección en la Presidencia. La inaplicación de la ley de amnistía, sostenida en firmes criterios de Derecho, ha convertido a Marchena en una suerte de bestia negra de una izquierda empeñada en controlar a la alta magistratura, someter su independencia y aplicar al poder judicial el imperativo de una trasposición directa de la correlación de fuerzas.

En la Moncloa se respira alivio esta semana ante el cese de su juez maldito al frente de la sala que entiende las causas sobre personas aforadas. No se jubila pero ya será sólo un miembro más porque no ha querido permanecer en funciones provisionales tras dos períodos de desempeño consecutivo. Su relevo, aún por decidir, acontece en un momento crítico por las imputaciones del fiscal general y de un exministro cuyos avatares procesales pueden ramificarse hacia otros integrantes del Ejecutivo. El pulso por el remplazo de Marchena amenaza con comprometer el ya de por sí difícil equilibrio del CGPJ que ha de decidirlo en medio de fortísimas presiones desde el ámbito político; a nadie se le escapa el carácter estratégico que ese cargo ha adquirido en una legislatura ensombrecida por las sospechas de corrupción en el entorno más cercano del sanchismo. La justicia es el único dique institucional que mal que bien ha resistido hasta ahora la tendencia bonapartista de la concentración de poderes. Y no siempre, como demuestran los ejemplos de la Fiscalía del Estado, utilizada por el presidente como bufete privado al servicio de sus intereses, y de un Tribunal Constitucional transformado en apéndice gubernamental por la disciplina ideológica de la mayoría de sus componentes. La suerte de este mandato, y quizá incluso de este régimen, depende de la autonomía jurisdiccional de un puñado de jueces. Un trasunto del pelotón de Spengler.