Jesús Cacho- Vozpópuli

  • El viaje a los infiernos de Francia es tanto o más preocupante cuanto que sus efectos se suman a la crisis, también política y económica, que padece Alemania

Cuentan en el entorno de Michel Barnier, 73 años, 50 de carrera política, que el primer día que ex comisario europeo y negociador de la salida de Gran Bretaña de la UE, un hombre cuyo prestigio es reconocido por sus pares, llegó al palacio de Matignon, residencia oficial del primer ministro galo, se quedó más que sorprendido alucinado al comprobar de primera mano el deterioro general experimentado por la Francia de la “grandeur” en todos los terrenos, desde las finanzas públicas hasta la seguridad ciudadana, pasando por los antaño admirados cuerpos de elite de la Administración del Estado. Todo parece haberse ido a pique, tras décadas de declive continuado. El diagnóstico es conocido: con un déficit público que a final de año rondará el 6,2% del PIB, un 58,1% de la riqueza nacional dedicada a gasto público, y una deuda disparada hasta los 3,3 billones (113% del PIB), las cuentas públicas presentan una situación crítica. El Tesoro galo se ve obligado a pagar un tipo de interés superior al español, el italiano o el griego a la hora de salir a los mercados, y el servicio de la deuda se comerá en 2025 hasta 55.000 millones. En un acelerado proceso de desindustrialización, la economía se ralentiza, el desempleo aumenta y los inversores se alejan del país. Una situación sin precedentes desde mayo de 1968. Cuando hace poco más de dos meses Emmanuel Macron encargó a Barnier la formación de Gobierno, la sensación general es que el presidente había sacado lo mejor que tenía en el armario. ¿Su misión? Someter las cuentas públicas a un plan de choque capaz de rescatar a Francia del default, recuperando la confianza de los mercados y las agencias de calificación. Este miércoles, la alianza entre la extrema izquierda del Nuevo Frente Popular (NFP) y la extrema derecha del Reagrupamiento Nacional (RN) tumbó en la Asamblea Nacional al Gobierno Barnier tras una exitosa moción de censura. Francia (y de alguna forma toda Europa), patas arriba.

No faltó quien le advirtiera de la dificultad de lograr el apoyo a unos Presupuestos del Estado para 2025 austeros, en una Asamblea dividida en tres bloques casi irreconciliables. “Misión imposible”, le anunciaron. “Difícil”, corrigió Barnier, “pero no imposible”. Él siempre confió en que, más allá de las divisiones políticas, la emergencia presupuestaria y la conciencia de la gravedad del momento conducirían a la clase política si no a aprobar su proyecto, al menos a discutirlo. Al fin y al cabo, el suyo era un plan “negociable” que contemplaba ahorros de 60.000 millones, de los cuales 40.000 en recorte del gasto y 20.000 en nuevos impuestos, un asunto que desde le principio chocó con la hostilidad del francés medio, reacio a cualquier aumento de la carga fiscal en un país que soporta los mayores impuestos de la UE. Barnier confiaba en hallar “soluciones intercambiables” en el debate parlamentario. El único punto innegociable eran esos 60.000 millones destinados a lograr una reducción del déficit al 5% del PIB en 2025, guarismo con el que Barnier creía poder convencer a las agencias de calificación del cambio de rumbo galo. Pero los extremos no le dieron respiro. La izquierda que capitanea Jean Luc Mélenchon (La France Insoumise) saltó a su yugular con enmiendas que contemplaba aumento de impuestos por importe de 70.000 millones, algo inaceptable para un país y un Gobierno atormentados por el abismal nivel de deuda y déficit. El papel del RN de Marine Le Pen ha sido más complejo: exigencia de indexación de las pensiones al IPC -pretensión de un populismo suicida-, financiación de una serie de fármacos por la Seguridad Social, entre otras cuestiones y, en el fondo, la queja de que el nuevo Gobierno no ha atendido con la diligencia debida, con el respeto obligado, al primer partido político francés por número de votos. Doce semanas y cuatro días después de su nombramiento, la aventura de Michel Barnier conocía su abrupto final en la Asamblea Nacional.

Barnier es un político honesto a quien nadie podrá negar el intento sincero de salvar lo que se podía salvar de un país ingobernable y al borde del abismo

Se va como poseedor del triste récord de haber sido el primer ministro más breve de la historia de la V República. Un hombre visto por algunos con estatura de presidente de la República, y, en cualquier caso, un político honesto, que quizá había perdido contacto -demasiado tiempo en las sentinas de Bruselas- con el pudridero en que se ha convertido la política francesa, pero a quien nadie podrá negar el intento sincero de salvar lo que se podía salvar de un país ingobernable y al borde del abismo. Quizá lo más inquietante de esta crisis sea la comprobación del egoísmo sin parangón de una clase política, unos partidos, que decididamente van a lo suyo y que se han desentendido de los problemas del país en búsqueda desvergonzada de ventajas personales. Particularmente escandaloso el caso de Elisabeth Borne, que rechazó la propuesta de Barnier de reducir el salario de los ex primeros ministros, quienes, entre otras gabelas, se benefician de coche con conductor para el resto de sus vidas. Todos mirando por lo suyo; nadie por los intereses de la nación. Un mal francés, pero también muy español. Una auténtica tragedia europea.

Francia abre una nueva página sin que nadie sepa realmente hacia dónde se dirige. El  gasto público va a seguir aumentando: el objetivo de un déficit del 5% en 2025 y del 3,9% para 2026 está muerto. Tanto el NFP como el RN pretenden acabar con la recientemente aprobada edad de jubilación a los 64 años (a todas luces insuficiente), así como con la reforma Touraine que exige 43 años de cotización para tener derecho a la jubilación completa, lo que representaría una carga adicional de 20.000 millones año. No hace falta ser adivino para imaginar que la situación de la economía, ya considerablemente deteriorada, se va a agravar aún más. Con la actividad al ralentí, llega la explosión de las quiebras y aumento del paro, a lo que se une la huida de la inversión extranjera y exilio de empresarios y capitales franceses que salen huyendo en busca de territorios más templados. Francia se endeuda a tipos más altos que Grecia. Es el paroxismo de una clase política más enferma que irresponsable.

Con la actividad al ralentí, llega la explosión de las quiebras y aumento del paro, a lo que se une la huida de la inversión extranjera y exilio de empresarios

El viaje a los infiernos de Francia es tanto o más preocupante cuanto que sus efectos se suman a la crisis, también política y económica, que padece Alemania, de efectos devastadores para una UE que pierde atractivo a pasos acelerados para los grandes capitales, pérdida acrecentada por la insoportable burocracia de Bruselas y sus políticas lesivas para el crecimiento. La crisis de deuda gala, obligada a pedir prestado alrededor de 315.000 millones en 2025, está teniendo un fuerte impacto en el CAC 40 y en los bancos, y amenaza contaminar toda la eurozona, con costes financieros crecientes, divergencias entre los estados miembros y caída de la moneda única frente al dólar. Una UE en una aguda crisis, que tiene lugar cuando al otro lado del Atlántico Donald Trump se dispone a asumir la presidencia de EE. UU. con un programa que contempla reducción de los precios de la energía, bajada de impuestos y fin de regulaciones, cuyo efecto combinado se traducirá en un fortalecimiento de la competitividad USA, por no mencionar la guerra arancelaria anunciada por Trump que herirá de muerte a no pocos sectores exportadores europeos. Como ha advertido Elon Musk, Europa corre el riesgo de convertirse en “un museo al aire libre”, víctima de la renuncia voluntaria a los valores de libertad que la hicieron grande. Para añadir un toque final al cuadro, la guerra de Ucrania en el patio trasero de la Unión, con un Putin envalentonado que amenaza la paz del continente.

Una Europa víctima de una pavorosa crisis de liderazgo. El “fiasco Macron” alcanza ya dimensiones históricas para el país vecino. Alguien dijo que si no podía ser De Gaulle, al menos podía haber intentado parecerse a Pompidou y Giscard. Ni lo uno ni lo otro. Un petimetre protegido por los poderes financieros que lo elevaron a los altares y lo mantendrán hasta que deje de serles útil. Tras el triunfo de la moción de censura, todas las miradas se han vuelto hacia un Macron considerado el gran responsable del agravamiento de la crisis francesa. Hoy es apenas un buen anfitrión, como ayer volvió a demostrar en la reinauguración de la catedral de Notre-Dame (por cierto, ¿por qué los franceses pintan ahora el interior de sus catedrales de blanco? Este verano me espantó ver de nuevo ese prodigio que es Chartres, el paso del tiempo esculpido en piedra, toda encalada de blanco como si de una galería comercial de medio pelo se tratara). Ningún representante español en París. Con su popularidad bajo mínimos, el ex de Rothschild no puede volver a disolver antes de junio de 2025. Y, a diferencia de lo ocurrido en Gran Bretaña con Liz Truss, no existe un relevo creíble a Barnier ni una mayoría alternativa en tanto en cuanto el partido socialista siga bajo la influencia de Mélenchon; tampoco un Draghi capaz de asumir la jefatura de un gobierno técnico. A corto plazo, el debate se centrará en la dimisión de Macron, lo que daría paso a unas elecciones presidenciales convertidas en un mano a mano entre Mélenchon y Le Pen. El error de Marine puede ser histórico: más del 30% de los 11 millones de franceses que le dieron su voto en las últimas legislativas no entiende el apoyo a una moción de censura promovida por la izquierda. Las prisas por acelerar su llegada al Eliseo podrían haberle jugado una mala pasada.

El error de Marine puede ser histórico: más del 30% de los 11 millones de franceses que le dieron su voto en las últimas legislativas no entiende el apoyo a una moción de censura promovida por la izquierda

“Después de cuatro décadas de lento declive, Francia está al borde del colapso”, escribía Nicolás Baverez en Le Figaro hace unos días. No sé si al francés medio le servirá de consuelo saber que lo de España es peor, mucho peor que lo de Francia. Los vecinos pueden suspender pagos y caer en las garras del FMI, la CE y el BCE, todo muy grave, cierto, pero no tanto como el riesgo de dejar de existir como nación, que es lo que ahora mismo se dilucida en España, también un país bajo la amenaza de una crisis de deuda (1,6 billones, para un PIB que es la mitad del francés) y una economía dopada por unos fondos europeos que nadie sabe quién se está metiendo en el bolsillo, aunque lo podemos imaginar. La diferencia es que la suerte de España no le interesa a nadie en Europa. España se ha convertido en un paria del que nadie se ocupa, un país insignificante, un caso perdido, un lugar para ir de vacaciones en verano y poco más, gobernado por un mafioso sin escrúpulos al que sostiene un partido que ovaciona a sus ladrones, y cuyo proyecto apunta a implantar una dictadura a la venezolana en las lindes de Europa ante el silencio de los corderos. La dictadura de los mansos. Un país sin pulso. Que un miserable como el ministro Marlaska se permita el lujo de imponer restricciones a las libertades individuales como las contenidas en el Real Decreto 933/2021 (registro documental de viajeros, en vigor desde este 2 de diciembre) y que nadie levante la voz, que el país no se eche a la calle, habla a las claras de esa España poblada por humillados resignados. Y con el PP y VOX tirándose los trastos a la cabeza. “Los hombres de buena voluntad deben ir más allá de las grandes disputas egoístas y de las pequeñas ambiciones personales”, prosigue Baverez, “para formar un gobierno de salvación nacional cuya única misión será definir y aplicar la estrategia que permita a Francia salir a flote, así como llevar a cabo las reformas imprescindibles en el marco de las instituciones republicanas sin ceder a la tentación autoritaria”. Un Gobierno de salvación nacional no le vendría mal a España, aunque es posible que en España hayamos ya sucumbido a la tentación autoritaria.