- La desactivación de la alternancia y la abolición del consenso conducen a una mutación constitucional por vía de hecho
Los llamamientos retóricos a la reforma de la Constitución son desde hace tiempo una especie de tradición decembrina, como la de las luces navideñas o la más reciente de las procesiones extraordinarias en Sevilla. Por fortuna, los padres constituyentes sabían lo que hacían cuando echaron al texto el triple candado de la mayoría agravada para evitar el manoseo partidista. Era justo eso lo que Fernando Abril y Alfonso Guerra tenían en la cabeza cuando cerraron el pacto destinado a impedir la repetición del error republicano: que ningún bando pudiera meter mano a la Carta Magna sin la conformidad del adversario. El acuerdo como valor esencial y requisito clave para cualquier cambio de las bases del marco democrático.
No resulta difícil imaginar lo que estaría ocurriendo en esta legislatura si no rigiera esa condición primigenia establecida con el objetivo de preservar los fundamentos del sistema. Aun a pesar de ella, el sanchismo ha utilizado su estrategia de ocupación de las instituciones para proceder a una mutación constitucional encubierta que habilita al Ejecutivo para imponer el criterio de media España contra el de la otra media. Una mayoría apretada y circunstancial, sostenida en precario con el concurso de partidos rupturistas comprometidos explícitamente contra el actual modelo de Estado, se ha declarado a sí misma dueña de una legitimidad popular facultada para ejercer como sujeto de soberanía en nombre del 51 por ciento de los ciudadanos.
El propósito que alienta esa heterogénea alianza consiste en desactivar el mecanismo de la alternancia. Es sustituir la pluralidad democrática, principio elemental de la convivencia, por el sometimiento a la hegemonía de una construcción ideológica y política sesgada, erigida sobre una sucinta coalición parlamentaria. Un planteamiento disruptivo que subordina el rumbo y el destino de la nación a la sedicente superioridad moral de un proyecto de poder aglutinado bajo el vaporoso concepto de progresismo, donde parecen caber desde partidos neocomunistas hasta terroristas no arrepentidos, pasando por fuerzas xenófobas sediciosas a cuyos dirigentes ha habido que amnistiar de graves delitos.
Pedro Sánchez no necesita reformar la Constitución porque ya la está deconstruyendo de modo fraudulento. Las constituciones son artefactos jurídicos que ponen límites al poder, y eso es justo lo que pretende eliminar este Gobierno embarcado en una deriva autocrática que a duras penas pueden contener los cada vez más débiles contrapesos del Estado de derecho. Y si no va más lejos es porque la previsión fundacional tuvo cuidado de conjurar el riesgo de unilateralidad por el método de fijar porcentajes de bloqueo. Pero el verdadero proceso destituyente consiste en la abolición del consenso y su remplazo por la cultura de la polarización y del enfrentamiento. Y no se le puede negar éxito en el empeño.