- Si llega a ser una mezquita de Mohamed VI, una final plomo de fútbol femenino o un congreso menor contra el clima, tendríamos allí a Sánchez y tres ministras
Los países labran parte de su prestigio cultivando lo que se ha dado en llamar «el poder blando», aquel que emana de su diplomacia, su cultura y el encanto de sus tradiciones. Los británicos son unos maestros en ese fino arte de vender humo. El Reino Unido está de capa caída, pero trabajándose el poder blando han logrado proyectar la sensación de que su país conserva una cierta importancia (cuando en realidad empezó a evaporarse de manera inexorable desde la crisis de Suez de 1956).
La inauguración, tras cinco años de rehabilitación, de la catedral gótica de Notre Dame ha supuesto un acontecimiento de repercusión mundial. Primero, por el simbolismo espiritual del soberbio templo católico, que encarna las raíces de Francia, y por ende, de Europa. La segunda razón es que la cita ha reunido a importantes mandatarios de todo el mundo, con 1.500 personalidades, entre ellas una treintena de jefes de Estado y de Gobierno, empezando por Trump. También estuvieron allí los Reyes de Bélgica, Zelenski, Meloni, el Príncipe Guillermo, la presidenta de Grecia, mandatarios africanos… hasta Marruecos, un país musulmán, envió a la cita cristiana al príncipe Moulay Rachid, hermano de Mohamed VI.
Curiosamente, faltaba un país. Para más señas, vecino de Francia, y también de honda raíz católica: España.
Los juicios de intenciones no son buena cosa, porque nadie sabe qué bulle en la cabeza de otra persona. Pero aun así, me voy a atrever a lanzar una pregunta. Conociendo la trayectoria de nuestro rey Felipe VI, que además es creyente católico, ¿creen que le habría agradado estar en Notre Dame junto a sus pares de medio mundo o no? La respuesta resulta evidente. No hace falta ni responder. España, un país de primer nivel, debe estar siempre representada en los grandes escaparates planetarios, y normalmente se intenta que así sea. Pero nuestro Gobierno no ha mandado a Notre Dame ni a un bedel. El ministro de Cultura estaba a esas horas en un acto circense, lo cual casa bien con el espíritu de su Gobierno, y el embajador en París tampoco asistió.
Si Mohamed VI hubiese inaugurado una mezquita suntuosa en Rabat y hubiese tocado el silbato, allí tendríamos a Mi Persona, en posición de firmes, con una sonrisa untuosa y secundado por tres ministras (con el feminista velo islámico bien calado en sus cabezas). Si se tratase de una final muermo y menor de fútbol femenino, o de algún bolo estéril contra el cambio climático… presto despegaría un Falcon y nuestros representantes se aprestarían a pavonearse en primera fila. Incluso la cuádruple imputada intentaría colarse en los fastos a codazos.
Entonces, ¿qué ha ocurrido aquí? Pues está bien claro: Notre Dame es una catedral católica, y eso se le atraganta al cada vez más insoportable proyecto de sátrapa que nos gobierna, que dio orden de no acudir a París (y lo hace un mandatario que tuvo el cuajo de darse el piro a Baku para una conferencia del clima en plena tragedia de la DANA). Tenemos un Gobierno militantemente anticristiano. Nada nuevo en la izquierda española, que protagonizó en el siglo XX una de las persecuciones religiosas más mortíferas de Europa, ocurrida bajo una República que hoy es glorificada de manera mendaz por el Gobierno socialista y blindada con unas «leyes de memoria» que cercenan las libertades de expresión y cátedra.
España debió haber estado representada en Notre Dame por nuestra más alta magistratura. Solo el sectarismo intolerante de un Gobierno fuera de control explica tan lacerante plantón. Y por cierto, cabe agradecerle a Ayuso que en medio del sopor político del puente haya tenido la diligencia de denunciarlo mientras su partido se echaba la siesta.