De todos los incendios de la historia, solo dos me han hecho hueco en la memoria: el de Lisboa, que arrasó el barrio del Chiado en agosto de 1988 y el que destruyó Nôtre Dame en abril de 2019. Los hubo mayores: el de Roma y el gran incendio de Londres en el siglo XVII, pero era yo muy pequeño cuando entonces para guardar memoria de ellos. En estos dos que conocí sí recuerdo el pavor con que seguí en la tele las imágenes de los desastres. El Chiado era un barrio que uno se había trotado mucho y Nôtre Dame, a la que una conocida mía no distinguía de la catedral de Burgos ni siquiera por la palmaria falta de chapiteles, era un icono universal de nuestra cultura.
Macron había prometido repararla en cinco años y ha cumplido, aunque no ha podido hacer otro tanto con el incendio que ha devastado su presidencia. El sábado se celebró la solemne inauguración de la catedral renovada con la asistencia de 35 jefes de Estado y altos mandatarios de todo el mundo, con una ausencia muy de señalar, la de España. Este eclipse representativo era la cuestión más señalada en las redes por los españoles.
Francia había cursado invitaciones a los Reyes y al ministro de Cultura, pero no asistieron. La Casa Real declinó explicar sus ausencias; nunca dijo que asistirían y solo explican las ausencias en caso de que primero dijeran que sí y luego fuese que no.
Lo de Urtasun es aún más complejo: dijo que no asistió por un compromiso familiar. Digo yo si habría prometido a su familia llevarla a una capea el fin de semana y como a los niños les hacía tanta ilusión no era cosa de darles un disgusto. Dicen que las invitaciones eran nominales y no transferibles, pero la cosa no acaba de encajar. Los mejorables oficios del ministro Albares podrían haber resuelto el tema con una simple llamada telefónica: “Miren, que el ministro de Cultura tiene un compromiso insoslayable; hagan el favor de extender la invitación a nombre de la ministra Alegría, o a la vicepresidenta Yolanda, que están las dos muy versadas en el arte gótico”.
Negó Urtasun la veracidad de alguna explicación por la vía del laicismo radical que había sugerido la expresión de Ayuso: “El Gobierno prefiere aislar a nuestro país a reconocer la verdad: las raíces cristianas de Europa”. No era cierto, dijo, que el Gobierno no quisiera asistir a una ceremonia religiosa. Uno, que no es creyente tampoco es un objetor religioso y Nôtre Dame era el sitio en el que había que estar el sábado. A mí me tocó oficiar un entierro laico, el de mi antiguo camarada y siempre amigo Carlos Gómez. Fue en el cementerio de Bilbao y a nadie se le había ocurrido llevar un megáfono. Hice una sentida elegía entreverada con versos de Miguel Hernández: “¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla,/pero qué injustamente arrebatada!/No sabe andar despacio, y acuchilla/ cuando menos se espera su turbia cuchillada”. Lástima que los asistentes, más allá de la tercera fila se llevaban el dedo índice a la oreja para denunciar que no se oía. Entonces comprendí en carne propia que el rito de la iglesia es mucho más eficaz que el laico para dar solemnidad a cualquier acto.
En fin, que sin conocer la causa que motivó las ausencias, solo sé que España no estuvo el sábado donde tenía que estar y aunque quitaran las sillas, en la catedral de París eran clamorosos los huecos que dejaron nuestros representantes.