Antonio R. Naranjo-El Debate
  • Un presidente que presenta el Estado de derecho como una herramienta de acoso contra él ya no tiene vuelta atrás

Pedro Sánchez lo dijo en un corrillo en el Congreso: se siente «acosado», pero nota «empatía» en la calle y percibe, como Caballero Jedi que es, que el lado oscuro de la fuerza acabará pagando el martirio injusto que le hacen pasar, a él y a los suyos.

También dijo que la mejor manera de homenajear la Constitución es «cumpliéndola», lo que suena a Putin asegurando que la mejor manera de ensalzar los derechos humanos es bombardear Ucrania. O al fiscal general del Estado diciendo que la Justicia se defiende por el procedimiento de usarla mafiosamente contra Ayuso.

El acoso denunciado por Sánchez no es solo un recurso cobarde para no enfrentarse a la realidad judicial que le acorrala: además es, por encima de todo, una declaración de guerra a la democracia, modelando ya el relato que detonará definitivamente cuando las curvas judiciales le acerquen al acantilado.

Porque un presidente que es abucheado en Paiporta y en cada calle de cada pueblo que pisa y, sin embargo, se solaza de una inexistente «empatía» popular, está prefabricando ya la respuesta a las probables consecuencias penales de los múltiples abusos cometidos en su entorno, siempre con su participación personal por acción u omisión.

El desafío sanchista a la legalidad está presente desde su estreno en el poder, conseguido a sangre y fuego, y se resume en la reforma del Código Penal al dictado de delincuentes, la aprobación de una Ley de Amnistía inconstitucional para comprarse los votos que le negaron las urnas y la obscena trampa leguleya para acortar la permanencia en prisión de terroristas de ETA, clímax del deterioro moral de un político cuyos principios no difieren demasiado de los de un capitán de barco a pique echando a niños y mujeres del bote para salvar su propio pellejo.

Y ahora le suma otro en el ámbito estrictamente personal, transformando la labor rutinaria de los jueces, el trabajo ordinario de los periodistas y la respuesta crítica de una sociedad demasiado adormecida en una conspiración espuria, con un doble objetivo.

Ahorrarse las explicaciones que un clima democrático tranquilo, sin las alteraciones provocadas por él mismo, le obligaría a dar; y preconstituir un escenario en el que hasta un mandoble del Tribunal Supremo, perfectamente justificado por el trabajo previo de otros jueces y de la UCO, tendría por respuesta una agresión defensiva al Estado de derecho, en nombre de la imperiosa necesidad de defender a un Gobierno decente de las fuerzas conspiradoras e involucionistas.

El anuncio de que Sánchez quiere llegar hasta 2027 y, por tanto, hacer lo imposible para perdurar al menos hasta 2031, demuestra su disposición a transformar todo lo que le afecta en un acoso externo, como un ladrón que acusa a la Policía de ponerle pruebas falsas, pero con la autoridad y los recursos de un presidente.

Que un acosador de la democracia denuncie el acoso que solo él practica obliga a activar todas las alarmas y entender al tipo de personaje que dirige España: un maltratador de demócratas que, cuando le parte la cara alguien, considera que el único problema importante es que él también se ha roto la mano.