Manuel Montero-El Correo
- El futuro del país árabe es muy incierto, pero la enormidad de la catástrofe de los últimos años sugiere que hay razones para la esperanza
La huida de Bashar al-Asad puso fin a una dictadura que duró más de medio siglo. Hay razones para que la población lo celebre: en los últimos años de guerra civil se han visto forzados a exiliarse más de ocho millones de personas, o quizás, según algunas fuentes, un porcentaje superior a sus 22 millones de población, un tenebroso récord solo igualado (o superado) en tiempos recientes por Venezuela. El futuro de Siria es muy incierto, pero la enormidad de la catástrofe producida durante los últimos años -unos 470.000 muertos en la guerra, violaciones sistemáticas de derechos humanos, empleo de la tortura- sugiere que hay razones para la esperanza, siquiera porque termina un régimen convertido en una pesadilla para la mayoría de sus ciudadanos.
La dictadura de los Asad comenzó en 1971, tras la ola de revoluciones nacionalistas que transformaron el mundo árabe siguiendo la protagonizada por Nasser y que en Siria se produjo en 1963. Al igual que en Egipto, Irak o Libia suscitaron la ilusión de una modernización democrática, en este caso bajo el dominio del partido Baaz. No se llegó a la democracia ni a la modernización. Tampoco tuvo éxito el ‘socialismo árabe’ -Siria se aproximó a la Unión Soviética, dentro de la división de bloques propia de la Guerra Fría-. Paulatinamente el régimen se anquilosó, convirtiéndose en una dictadura clientelar en la que imperaba la corrupción. Extrañamente, el sistema, que se decía izquierdista, fue bien visto por el ‘progresismo’ occidental, incluso cuando la guerra acentuó las brutalidades, esta vez justificada con la excusa de que paraba la amenaza islamista.
Como en toda la zona, un momento crítico fue la ‘primavera árabe’, las movilizaciones populares que empezaron en Túnez en 2011 y que acabaron con distintos regímenes -Túnez, Libia, Egipto…- e indujeron cambios en otros.
Siria no fue la única (sucedió también en Libia o en Yemen) pero sí la más grave excepción, pues el régimen se resistió a las movilizaciones populares, lo que inició una prolongada guerra civil, una de las mayores crisis humanitarias producidas desde la Segunda Guerra Mundial. El conflicto, además, se internacionalizó. El régimen de Bashar al-Asad -que había sucedido a su padre en 2000- tuvo el apoyo de Rusia e Irán, además de la presencia militar activa de los libaneses de Hezbolá. Los rebeldes insurgentes recibieron el apoyo de Arabia Saudí, Estados Unidos, Catar, Kuwait o Turquía. Presentaban gran variedad de situaciones, desde los kurdos hasta grupos islamistas radicales, bien que enfrentados al Estado Islámico, que durante unos años prosperó en la parte oriental del país.
Desde aproximadamente 2020 la tensión bélica, sin desaparecer, tendía a estabilizarse, con el dominio por los rebeldes de la parte norte del país, enfrentamientos ocasionales y el retroceso del Estado Islámico.
La ofensiva de los rebeldes iniciada en noviembre ha acabado en menos de quince días con la dictadura. Lo explica la fragilidad de sus apoyos sociales y, sobre todo, el debilitamiento de sus apoyos: el de Rusia, porque concentra sus tropas e intereses militares en Ucrania -en tiempos combatieron en Siria los milicianos del grupo Wagner-; el de Irán, porque tiene que atender sus propios problemas desde que ha sido atacado por Israel, en el desarrollo de la guerra con Hamás; Hezbolá, porque ha perdido efectivos y armamentos en el enfrentamiento con Israel y necesita replegarse a Líbano.
¿Y ahora, qué? Al margen de que el final de una dictadura corrupta y sanguinaria sea siempre un motivo para la esperanza, lo cierto es que el triunfo de los rebeldes no acaba con las incertidumbres. Cabe recordar que las ilusiones iniciales de la ‘primavera árabe’ se vieron defraudadas pues, contra las reclamaciones populares, no dieron lugar a regímenes democráticos, sino a autocracias islamistas en distintos grados de radicalidad. Se añade en esta ocasión la circunstancia de que los rebeldes que han acabado con Al-Asad son una coalición de kurdos e islamistas, con un grupo que en tiempos estuvo vinculado a Al-Qaida y al activismo yihadista.
Las secuelas de las dictaduras suelen ser siempre difíciles y complejas. En esta ocasión está la promesa de mantener algún pluralismo y la aparente voluntad de distanciarse de las formas más radicales del islamismo, además de que entre sus enemigos están las fórmulas más extremistas (el régimen iraní, Hezbolá o el Estado Islámico). Por otra parte, el propósito inicial es realizar una toma del poder ordenada. Las instituciones públicas quedan bajo la supervisión del exprimer ministro, que colaboraría en una transición. Los rebeldes aseguran que es «el comienzo de una nueva era para Siria» y cabe esperar que traiga la paz, la estabilidad y el respeto a los derechos humanos.