- Se ha convertido en un prófugo peor que Puigdemont y solo tiene ya dos finales posibles
A este presidente lo eligieron un terrorista, un golpista y un prófugo, además de las dos caras del chavismo-leninismo españolas, la agria de Pablo Iglesias y la fútil de Yolanda Díaz.
Compensar la ausencia de votos propios con pactos parlamentarios es legal siempre, pero solo es además legítimo cuando las partes renuncian a credos propios para construir proyectos compartidos desde el respeto a una premisa que les desborda a todos y enlaza con el intocable espacio compartido que es un país en el que, para convivir, hay que asumir los límites y tolerar sus diferencias.
La legitimidad de Sánchez acabó cuando, para lograr su objetivo, invirtió los términos institucionales, morales e incluso geográficos: negoció su futuro en el extranjero, aceptó destrozar el Código Penal y la Constitución y transformó en enemigo a la mitad de España para justificar su coyunda nefanda con lo peor de la otra media.
Sé que leer estas rotundas líneas provoca erisipela en los sanchistas más cafeteros, que son como patitos siguiendo a su pata madre, pero es la triste realidad y no se puede camuflar ni con las toneladas de pachuli vertidas por la Orquesta Filarmónica de RTVE, siempre dispuesta a adecentar al capo tocando serenatas en medio del infierno.
Pero es lo que hay y todo nace de ese pecado original consistente en comprarse una Presidencia corrupta en su génesis: es lo mismo entregar un maletín con billetes a cambio de una recalificación que llenarlo de amnistías y cupos para lograr una investidura.
La imagen de Puigdemont compareciendo en un país al que le dejaron fugarse otra vez para expresar su descontento con el cumplimiento del pacto mafioso es un símbolo de una degradación imposible de normalizar, que explica a su vez todas las demás: en una huida hacia adelante, tras ese pecado germinal, a Sánchez no lo queda más remedio que disparar a todo lo que se mueve, como un forajido tras robar un banco.
El asalto a las instituciones, las coacciones a los jueces, el ataque a la Guardia Civil, el desprecio a los contrapoderes, la negación de la alternativa o la inquina a los propios ciudadanos son consecuencia de esa insurrección fundacional del sanchismo, condenado desde el primer momento por su negativa a aceptar que las urnas no le quieren lo suficiente para poder gobernar a un país sin destruirlo.
De Sánchez, en fin, sabemos los primeros pasos, pero nos falta por adivinar el último, cuando se encuentre con un control policial en una de las carreteras secundarias por las que huye.
Y solo hay dos opciones: o se para y entrega, tumbándose en el asfalto con las manos extendidas, o embiste al dispositivo y que se sea lo que Dios quiera. No hay que ser muy lince para adivinar su elección, por mucho que le cueste encomendarse a otro más Altísimo que él.