Ignacio Camacho-ABC
- No sólo es falta de empatía. Es una aversión narcisista a la simple eventualidad de que Su Persona no sea bien recibida
En los primeros años de la Transición, algunos funerales de víctimas del terrorismo se convirtieron para los miembros del Gobierno en experiencias muy desagradables. ETA mataba sobre todo a guardias civiles, policías y militares cuyas familias descargaban a menudo su ira sobre Suárez y González, a quienes acusaban de pusilánimes y en ocasiones culpaban directamente de los asesinatos de sus hijos, maridos o padres. Pero tanto los presidentes como sus ministros aguantaban el chaparrón con cara de circunstancias, incluso cuando al dar el pésame les volvían la cara. Algún tiempo después, a propósito del relevo generacional de la llamada ‘nueva política’, Alfonso Guerra acuñó una frase despectiva sobre esta hornada de dirigentes crecida en la comodidad democrática, sin tener que exponerse al desprecio o a la hostilidad de huérfanos desconsolados o viudas airadas: «Esa gente no sabe lo que es ir a un entierro sin ganas».
Pedro Sánchez tampoco lo sabe. Ni lo quiere aprender porque su concepto del poder no incluye la obligación de afrontar responsabilidades y su ego se descompone cuando sufre un desplante. Es más grato dejarse vitorear en congresos de fervorosos militantes o acudir a cumbres con líderes internacionales. Además parece que las ceremonias religiosas le provocan cierto rechazo –en la pandemia organizó unas simbólicas exequias oficiales con riguroso protocolo laico– y que no se siente a gusto a la sombra del Jefe del Estado, sobre todo cuando no le sirve de burladero contra los improperios de los ciudadanos o, como en la reciente visita a Paiporta, contra el lanzamiento de bolas de barro. El lunes perdió otra oportunidad de acercarse al dolorido pueblo valenciano. Que si era un acto de la Iglesia, que si no cuadraba en la agenda, que si tenía que recibir a un chino millonario, que si su presencia podía excitar los ánimos. El caso es que envió a última hora a tres ministros y dejó que el Rey confortarse a los damnificados.
Ya no es cuestión de falta de empatía, que desde luego forma parte –ay, ese crujir de mandíbulas– de sus más acusadas características. Se trata por un lado de una aversión narcisista a la simple posibilidad de que Su Persona sea mal recibida, y por otro de un altivo desapego hacia las más elementales servidumbres de la actividad política. Unas cargas que incluyen el enojoso compromiso, moral y cívico, de comparecer tras una tragedia ante los deudos de los fallecidos. Y si te insultan, que te insulten: gajes del oficio. Hasta Mazón, que no ha dado precisamente ejemplo de cumplimiento del deber en un momento crítico, arrostró como mejor pudo los gritos de los exaltados que le llamaban asesino. Pero el César estaba más tranquilo homenajeando ayer a las víctimas del franquismo, eterno comodín retroactivo. Mucho mejor que en un entierro sin ganas donde su inabarcable autoestima pueda correr peligro.