Ignacio Camacho-ABC

  • La primera condición para honrar a los represaliados republicanos es no encajarlos a martillazos en un relato falso

Si el presidente del Gobierno creía que Antonio Machado había nacido en Soria no resulta extraño que su ministro de Cultura diga que Miguel Hernández fue asesinado. Tantos asesores para esto, ya podía haberle preguntado a Luis García Montero. Es obvio que Miguel fue una víctima del franquismo –y de un miserable que lo denunció a la Policía portuguesa cuando intentó venderle el reloj que le había regalado Vicente Aleixandre– pero también que murió de tuberculosis en la cárcel después de una secuencia infausta de traslados penitenciarios, malos tratos y malditas casualidades. Tras las gestiones de Neruda y Teresa León para liberarlo, ciertos intelectuales falangistas –entre ellos Ridruejo y Sánchez Mazas– intercedieron por él hasta lograr la conmutación de la pena de muerte con el argumento de evitar otro caso como el de Lorca, cuya repercusión internacional era ya notoria. Habría salido en libertad con 59 años de haber cumplido la sentencia entera, acaso a tiempo de continuar su conmovedora obra poética. Su peripecia injusta y penosa no exime de culpa a la dictadura que lo condenó por sus ideas –lo único que hizo en la guerra fue leer versos a los combatientes en las trincheras– pero el representante de la cultura española no puede tocar de oído y encima equivocarse de registro. Está muy bien apoyar el circo siempre que no se olviden las verdades guardadas en esas arqueológicas reliquias llamadas libros. Más que nada por cubrirse del ridículo al que a veces conducen los prejuicios.

El patinazo de Urtasun es uno más entre los de un sanchismo empeñado en reescribir la historia para encajarla a martillazos en su estrategia de revisionismo sesgado. Como el asesinato, éste sí, de Federico ya está muy visto, investigado y debatido, hay que buscar nuevas figuras a las que aplicar la teoría populista de los ‘hechos alternativos’. El citado Aleixandre es otro ejemplo. El Nobel sevillano no era un hombre de compromisos políticos acentuados, y desde un republicanismo ecléctico, que no impidió que los milicianos del Frente Popular lo visitasen para detenerlo, pasó a adaptarse con distancia elegante al régimen victorioso que lo acabó nombrando académico. Todo homenaje que reciba, sobre todo el de leerlo, es escaso, aunque el Ejecutivo se haga el lonchas a la hora de preservar su legado y haya tenido que ser la denostada Ayuso, mecachis, la que se ocupe de salvar la casa de Velintonia como referente literario. Pero lo primero que hace falta para dignificar la memoria de los represaliados es no inventarse el relato. Menos mal que al menos Alfonso Guerra, un socialista que además de ideología tiene biblioteca, ha revocado en una impecable exposición el mito de las dos Españas machadianas… sin que ni Sánchez ni el ministro se hayan dignado visitarla. Quizá para evitar que la realidad documentada descomponga su narrativa intencionadamente falsa.