Ignacio Camacho.ABC
- Las servidumbres políticas de Sánchez desestructuran el Estado y despojan al proyecto nacional de vínculos igualitarios
Los españoles suelen prestar poca atención a las noticias sobre las conferencias de presidentes; todo lo más las miran o escuchan con la indiferencia que la cuestión merece. Y es mejor así porque el formato de esas supuestas cumbres y su nula utilidad práctica sólo pueden servir para sembrar la desconfianza en el modelo político-administrativo que gestiona la mayoría de los servicios públicos en España. La apariencia de trascendente cónclave federal que refleja la reunión de gobernantes territoriales es sólo una ficción protocolaria; en realidad se trata de una sucesión de monólogos carente por completo de eficacia porque no hay trabajo preliminar, ni documentos de debate, ni agenda unitaria, ni siquiera un método que permita establecer mínimas conclusiones consensuadas. Cada uno llega, suelta su rollo, se sienta, escucha al resto y luego se vuelven todos a sus casas con la plena conciencia de que el jefe del Gobierno central seguirá haciendo lo que le dé la gana. Es decir, tomar solo las decisiones de relieve y compartir las más antipáticas. Cogobernanza.
Con el setenta por ciento de las comunidades controladas por sus adversarios, es obvio que Sánchez no tiene ninguna intención de llegar a acuerdos susceptibles de comprometer sus planes previos. Ayer pretendió unir los criterios de multilateralidad y unilateralidad en el reparto financiero, que es como juntar semejanza y diferencia, justicia y discriminación, solidaridad y desapego. Conceptos antitéticos de por sí en cualquier contexto pero absolutamente incompatibles en un prorrateo aritmético donde el resultado de las operaciones ha de ser cero… salvo para el País Vasco y Navarra, que juegan aparte con su propio reglamento. Eufemismos técnicos, birlibirloque retórico, la clásica chatarra verbal de la pluralidad, el entendimiento y los espacios de encuentro para acabar mutualizando la deuda catalana como precio de la investidura de Illa y del futuro pacto de los Presupuestos.
Había pedido Moncloa un menú que no requiriese el uso de cuchillos, pero no por evitar navajazos sino para que los comensales tuvieran libre una mano con la que tomar notas almorzando. No hacía falta el detalle ante la imposibilidad de diálogo sobre una materia de intereses tan cruzados. Al final, la sensación que estas miniasambleas ofrecen a los ciudadanos, al menos a los que se dignen seguirlas, es la de un país cada vez más desestructurado por la creciente centrifugación –en el sentido literal del término– de sus vínculos igualitarios. Un proyecto nacional (?) arrastrado por minorías identitarias y por un poder sustentado sobre ellas al barranco de lo que el profesor Sosa Wagner llamó –¡hace casi veinte años!– el Estado fragmentado. Sin cohesión que garantice unos derechos comunes y a pocos pasos de un paradigma confederal de facto que convierta las bases constitucionales en papel mojado.