José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La debilidad del Gobierno central, junto a la rivalidad de los partidos abertzales en Euskadi, augura un futuro cargado de incertidumbre y sorpresas

En pocas ocasiones han acumulado los partidos tantos congresos como en la actual. El PSOE acaba de celebrar el suyo estatal y ha dado inicio a la larga serie de regionales o nacionales. Los catalanes de ERC están a punto de concluir su encuentro este mismo fin de semana. Hace aún poco Junts culminó el suyo. También a Sumar le tocaba hacer lo propio estos días, pero las zozobras internas que ha sufrido le han aconsejado alejarlo a marzo o abril. Y el PNV se encuentra inmerso en una Asamblea General cuyo momento culminante, tras pasar las cinco territoriales, tendrá lugar al inicio de la próxima primavera, cuando proceda a la elección del EBB y la aprobación de las ponencias que regirán su actividad, su organización y su funcionamiento para los próximos cuatro años. Diríase que tal fervor congresual anuncia elecciones inminentes para las que los partidos estarían velando las armas. Pero tal es la incertidumbre del momento, que lo más cauto sería tomárselo como pura coincidencia. La duda no logra, con todo, despejarse.

Sea esto como fuere, es la Asamblea General de los jeltzales la que pide especial atención en Euskadi. No sólo porque afecta al partido que acaba de confirmar su primacía en términos electorales, sino porque se trata también, quiérase o no, del que ha vertebrado la estructura del país desde la restauración de la democracia y ahora parece sentir anhelos de cambio. Se plantea, pues, la intriga que suscita la, de momento, sólo sugerida orientación que vaya a tomar un PNV que, por primera vez, se ha visto igualado en escaños y casi en votos por un EH Bildu que, además de disputarle la hegemonía en el campo abertzale, ha trastocado en su favor el bipartidismo imperfecto que desde los primeros años de la autonomía representaron PNV y PSE. Nos encontramos así en un nuevo escenario cuya evolución, en un sentido u otro, marcará el futuro del país. Si la tensión era ayer, por decirlo de modo simple y simplificador, entre nacionalismo y españolismo, la de hoy se desarrollará en una puja al alza entre dos tipos de abertzalismo.

A estos efectos, de las cinco ponencias propuestas a debate por el EBB, la más relevante es, sin duda, la política, titulada ‘Euskadi, Nación en Europa’. Cuatro conceptos funcionan a modo de guías ideológicas. El primero se anuncia en el título: nación. El segundo es su consecuencia lógica en el pensamiento jeltzale: soberanía. El tercero, su secuela operativa: derecho a decidir. Y el cuarto, de orden más pragmático: bilateralidad en las relaciones con el Estado, siguiendo, en el orden político, el modelo que en el económico fija el Concierto. Nada hay en lo conceptual que no se encuentre ya escrito en cualquier otro texto doctrinal del nacionalismo jeltzale. Si acaso, una mayor finura terminológica que trata de que las palabras más rotundas de independencia o autodeterminación se edulcoren en otras más flexibles y menos hirientes como soberanía o derecho a decidir. Nada se sale, en cualquier caso, de lo que el PNV siempre ha pensado que estaba incluido entre «los derechos que como tal (Pueblo Vasco) le hubieren podido corresponder en virtud de su historia», según reza el Estatuto, o entre «los derechos históricos de los territorios forales» que la Constitución «respeta y ampara».

Lo novedoso es que el compromiso contraído por PNV, EH Bildu y PSE-EE de abordar esta legislatura una reforma del Estatuto que, en la nomenclatura de los dos primeros, recibe el significativo nombre de «cambio de estatus» hace que la cuestión pase del estadio declarativo en que hasta ahora se ha movido a otro performativo que adquiere el vigor de acuerdos plasmados en textos legales. La tensión y el conflicto que tal paso augura para los tres partidos citados y, por extensión, para la sociedad vasca que ellos representan a nadie se le ocultan. A uno le gustaría pensar que lo recientemente ocurrido en Cataluña, por no citar lo que antes había ya ocurrido en Euskadi con el llamado plan Ibarretxe, sirviera de escarmiento sufrido en cuerpo ajeno que evite incurrir en errores que, no por estériles en logros, dejan de causar perniciosos efectos. Pero el estímulo que supone para la repetición del error el desorden político e institucional que se ha adueñado del Estado y en el que hasta lo más intocable se ha puesto a la venta hace difícil albergar la más mínima pizca de optimismo. Pese a todo, creyentes, como el viejo Abraham, «en la esperanza en contra de toda esperanza», todavía confiaremos en que algo quedará en el país de cordura.