Iñaki Ezkerra-El Correo
El princeso es una nueva figura que va tomando posiciones en las redes sociales y que arrasa en Instagram. Varios teóricos del fenómeno coinciden en que el concepto -si se le puede llamar así- nació en México, a inicios de la segunda década de nuestro siglo, y que fue después saltando a Ecuador, a Chile… Hasta llegar a España. En sus orígenes, por lo que leo, era un metrosexual sofisticado, o sea, un heterosexual que presentaba ese tipo de sensibilidad, delicadeza y coqueto esmero en su aspecto físico que socialmente se suele identificar con lo femenino. Por lo que leo también, compruebo que su inicial prestigio ha sufrido un cierto deterioro proporcional a su expansión planetaria. De ser reivindicado como legítimo rol de la cultura de género que puede aportar un original y bienvenido colorido al estereotipado rebaño social, el princesismo ha ido adoptando antipáticas connotaciones y ganándose detractoras. El princeso no solo sería una radical y brava impugnación al machismo heteropatriarcal sino un plasta que nunca toma la iniciativa en el acercamiento al otro sexo ni en el terreno de la actividad erótica. Sería exigente y suficiente, pasivo y altivo, engreído y consentido, quejoso y caprichoso.
Sería una versión masculina del arquetipo rubendariano: «El princeso está triste… ¿Qué tendrá el princeso?». Lo que lógicamente tendría es la inconsolable melancolía de no haber encontrado a su príncipa azul. Esta veloz mutación del concepto y de las acepciones del término tiene que ver con un ascenso social del personaje. El princeso mexicano y pionero reclamaba su derecho a poner pañales a sus hijos y a volcarse en las faenas domésticas de las que tradicionalmente se ha ocupado la mujer y que no hacían de ella una princesa sino una esclava. El princeso originario sería, así, desconcertantemente proletario mientras que el que hoy reina en Instagram se habría aristocratizado. Entre las definiciones que se hacen de él, la que más me ha sorprendido es la que lo identifica con el tipo que aún escribe cartas, dedica canciones o regala bombones y flores. Es decir, que el agotamiento de los viejos roles sexuales nos devuelve al pasado. En el fondo, el princeso es un clásico.