Editorial-El Debate

  • La nueva ley para rectificar informaciones es otro paso más en la deriva autoritaria de un presidente desesperado

El Consejo de Ministros aprobó ayer el anteproyecto de Ley Orgánica sobre el derecho a la rectificación que incluye, con su rimbombancia cínica habitual, su siniestro Plan de Regeneración de la Democracia.

Bajo la aparente buena intención de garantizar una fórmula mejor para que cualquier ciudadano pueda defenderse de una información falsa en el menor tiempo posible, lo que en realidad persigue el Gobierno es instalar la peligrosa idea de que todo lo que le viene mal a Pedro Sánchez es, necesariamente, un bulo intoxicador.

Que se permita legislar en ese sentido cualquier poder político siempre merece una fiscalización, pues la tentación de invadir esferas ajenas para acallar la crítica es inmensa siempre en ese ámbito. Pero que lo haga un presidente acorralado por la corrupción en su Gobierno, su partido y su propia familia, es sencillamente predemocrático.

Porque no se busca luchar contra la desinformación, un fin loable que los propios medios de comunicación comparten y ejercen a diario, sino convertir en fake news todo aquello que perturbe el anhelo de impunidad de un dirigente político incompatible con los parámetros democráticos.

Pedro Sánchez aspira a que las instrucciones judiciales, las investigaciones policiales y las revelaciones periodísticas que enmarcan su andadura en un contexto de corrupción y de inmoralidad se conviertan, a ojos de la opinión pública, en meras herramientas de una conspiración espuria para derribarle, transformando las evidencias en montajes y las conclusiones perjudiciales en asonadas.

Ese relato ha quedado sobradamente acreditado, con una intensidad vergonzosa, en sus reiterados ataques a la independencia judicial y a la libertad de información, que solo acepta cuando las instrumentaliza para transformar al fiscal general del Estado o al Tribunal Constitucional en burdas extensiones de sus intereses o para asaltar RTVE con la consigna de que solo así se garantiza un periodismo de calidad.

La osadía de Sánchez, que sigue sin cumplir con el mandato innegociable de la rendición de cuentas, conculca la relación democrática de los distintos poderes de un Estado de derecho y aspira entregar al Ejecutivo la siniestra potestad de regular qué es verdad y qué es mentira o, en su defecto, la criminalización del periodismo cuando no se dedica a exaltar sus inexistentes logros o a tapar sus descomunales vergüenzas.

La democracia jamás se perfecciona con las decisiones de un Gobierno en apuros, deseoso de dotarse de una impunidad propia de regímenes totalitarios. Y no se practica, desde luego, concediéndole el derecho a prescribir qué es verdad y qué es mentira, como repite una y otra vez en términos ofensivos para cualquier ciudadano mínimamente instruido.

El derecho a la información ya tenía perfectamente definidos sus límites en España, con artículos específicos para regularlo en los códigos Civil y Penal. Todo puede mejorarse, sin duda, pero hacerlo de manera unilateral, sin debate alguno y en plena tormenta judicial para quien lo impulsa, es solo otro paso más en la deriva autoritaria de un presidente asustado y agresivo a partes iguales, incapaz de entender que los problemas que sufre no son fruto de fabulaciones externas, sino de los comportamientos execrables que él y los suyos perpetran con un descaro desconocido que, no obstante, está abocado al fracaso.

Pese a ellos, la sociedad civil, el Poder Ejecutivo y desde luego medios como El Debate, seguirán ejerciendo su función, ajenos a las bravatas y amenazas de un presidente al borde de la imputación, al que no le va a servir ya ninguno de sus deplorables trucos.