Editorial-El Debate
- El carrusel de escándalos exige su salida del Gobierno y no un pulso a la democracia como el que está librando cada día
Solo en un paisaje de compra de complicidades mediáticas, de indecencia política y de ocupación de las instituciones puede entenderse que, ante la cadena de escándalos que cercan al Gobierno, su presidente no solo no haya presentado su dimisión forzada, sino que además se permita no dar ninguna explicación y además ataque, incluso con una legislación represora, a otros poderes del Estado o a los medios de comunicación.
El calvario de Sánchez, de su partido, de su Gobierno y de su propia familia no responde a ninguna conspiración oscura, como pretende hacer ver con la ayuda de determinados medios de comunicación convertidos en meros aparatos de propaganda; sino a la activación del Estado de derecho para analizar, enjuiciar y en su caso condenar los abusos cometidos por cualquier ciudadano sometido a él.
En una sola semana han pasado por el juzgado el principal intermediario del PSOE, Víctor de Aldama; la esposa del presidente; su colaborador más estrecho y el ayudante de este, José Luis Ábalos y Koldo García; y dos personajes relacionados con el progreso profesional de Begoña Gómez a la sombra de la Moncloa, el directivo del Instituto de Empresa Juan José Güemes y la asesora Cristina Álvarez.
Y además, se ha sabido, al levantarse el secreto de sumario, que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha borrado todos los mensajes de su teléfono móvil personal para dificultar la investigación del Tribunal Supremo, contra él, por revelación de secretos, una parte de la deleznable operación política orquestada sin duda desde la Moncloa para derribar a un adversario político, Isabel Díaz Ayuso, utilizando asuntos privados de su pareja.
Si a esto se le añade el borrado de la sentencia de los ERE andaluces, la aprobación espuria de leyes y reformas para amnistiar a delincuentes o sacar a terroristas de la cárcel o la inhumana omisión negligente del Gobierno en la catástrofe de la dana, gestionada más para atacar al PP que para atender a las víctimas, el panorama no puede ser más desolador.
Sánchez está tensionando todas las costuras de la democracia para proteger, estrictamente, sus intereses políticos más nefandos o sus problemas judiciales, despreciando la exigencia de rendir cuentas y transformando sus vergüenzas en una excusa para manipular las reglas del juego, dotarse de impunidad y erradicar toda respuesta.
En otros países de tradición democrática, desde el Reino Unido hasta Austria pasando por Estados Unidos, sus presidentes han tenido que dimitir o someterse a un exigente escrutinio público por escándalos ínfimos al lado de los encarnados por Sánchez.
Y lo han hecho porque sus sociedades civiles no admitían que, ante sospechas fundadas por sus comportamientos, se intercambiara la innegociable exigencia de dar explicaciones por la represión de los contrapesos y de la disidencia.
Todos y cada uno de los episodios en los que chapotea este Gobierno son verosímiles, están instruidos por tribunales de la jerarquía del Supremo incluso y vienen soportados por precisas investigaciones de la Guardia Civil y de los escasos medios que cumplen su misión constitucional de buscar la verdad y darla a conocer.
Agredir todo ello, enrocarse en una victimización lamentable y preconfigurar un relato que abona incluso la insurgencia es impropio de un demócrata y sitúa a España en una situación peligrosa en términos democráticos. Porque Sánchez, además de no dimitir ni considerar necesario dar una explicación respetuosa a los ciudadanos, si acaso puede, ha optado por la deriva autoritaria, lanzando un desafío a España que no puede prosperar.
Porque su apuesta por la impunidad equivale a destrozar el sistema democrático, que sería la primera víctima si triunfa esa indecente estrategia de sobrevivir a cualquier precio, incluso al de devaluar las instituciones, las leyes y la convivencia hasta un grado desconocido en ningún país de Europa.