Ignacio Camacho-ABC

  • La sospecha de destrucción de pruebas compromete aún más a una Fiscalía involucrada en una turbia intriga política

Moncloa quería «jaleo», le dijeron por whatsapp a Juan Lobato, y vaya si lo hubo. La maniobra contra Ayuso acabó con el fiscal general procesado, el líder socialista madrileño defenestrado y varios altos funcionarios de Presidencia envueltos en el feo asunto de una posible revelación de secretos para perjudicar a una oponente con el pretexto de desmentir un bulo. El aparato de la Presidencia del Gobierno y el responsable de garantizar el buen funcionamiento de la justicia están bajo sospecha de propiciar o cometer un delito con el fin de desacreditar a una rival política. Como artimaña táctica hay mejores ejemplos de intriga y como ejercicio de propaganda se han visto actuaciones más finas y más limpias. Todo un éxito de iniciativa.

Al fondo de esta chapucera maquinación hay dos obsesiones recurrentes del sanchismo. Una es la del relato, la concepción del debate político como una historieta de buenos y malos redactada con la simpleza esquemática de un ‘spot’ publicitario. La otra es la presidenta madrileña, caricaturizada a brochazos como epítome de la derecha radical para tratar de movilizar a un electorado que sin embargo insiste en votarla con entusiasmo. Ambas ofuscaciones confluyeron en un momento dado al aparecer el fraude fiscal de un ciudadano sin relevancia pública que por ser novio de la dirigente adversaria se convirtió en objetivo de una oscura operación de Estado cuyo propósito consistía en construir un escándalo.

Había un tercer motivo. El contexto de los negocios privados de Begoña Gómez y de su cátedra universitaria otorgada con claros indicios de favoritismo. Todo cuadraba: golpe por golpe, alcoba por alcoba, símbolo por símbolo. Y allá que fueron requeridos el fiscal y su equipo en auxilio del apurado y enamoradísimo presidente del Ejecutivo. El resultado es conocido. Prisas, presiones, nervios, filtraciones sincronizadas, borrado de mensajes comprometidos y una imputación procesal con pinta de desembocar en juicio por falta de atención a los deberes de reserva mínimos. Una alta institución judicial arrastrada a un insólito despliegue de partidismo. En efecto, el caso armó y sigue armando mucho ruido. Pero la artillería oficialista falló el tiro.

Cabría pensar en una cierta justicia poética si no fuera por la desconfianza que siembra un Ministerio Público involucrado en un enredo que cuestiona su imprescindible apariencia de imparcialidad y enturbia su presunción honesta con el barrunto verosímil de una destrucción de pruebas. Los procedimientos sumariales son una cosa demasiado seria. Y la privacidad de los datos fiscales constituye un derecho que no admite excepciones ni componendas de ninguna naturaleza. Su utilización –por quien quiera que sea– como herramienta de combate en una emboscada contra opositores es una vileza que degrada el juego democrático a una sucia refriega sin escrúpulos ni reglas