Carmen Martínez Castro-El Debate
  • Que el fiscal general del Estado haya decidido afrontar el gigantesco escándalo del borrado de su teléfono en plena instrucción solo indica una angustia y desesperación incompatibles con su posición institucional

Esta semana hemos asistido a una curiosa coincidencia que va camino de convertirse en toda una prueba de esfuerzo de nuestro sistema democrático y un caso de estudio de moralidad pública. Ante un mismo asunto, la investigación judicial de la filtración de los datos reservados del novio de Díaz Ayuso, Juan Lobato el exlíder de los socialistas madrileños protegió sus mensajes mientras que Álvaro García Ortiz, Fiscal General del Estado, los ha borrado. A Juan Lobato su decisión le ha costado el liderazgo de los socialistas madrileños mientras que Álvaro García Ortiz ha obtenido un respaldo tan obsceno de Pedro Sánchez que en cualquier otro político sería abrasivo. Aunque la moralidad política de Sánchez sea un oxímoron acreditado, su destemplada exigencia de que nos disculpemos ante su fiscal está tan fuera de la realidad que ha conseguido sorprendernos incluso a quienes hemos descartado cualquier atisbo de respetabilidad en la conducta del presidente del gobierno desde hace tiempo.

Cuando tuvo conocimiento de la investigación judicial abierta por la revelación de datos reservados del novio de Ayuso, el defenestrado líder de los socialistas madrileños se fue a un notario a protocolizar el contenido de su teléfono móvil. Lobato sabía del potencial delictivo de lo ocurrido y consideraba que los mensajes que intercambió con la asesora de Moncloa demostraban su inocencia. Por eso se apresuró a garantizar que se mantenía la integridad de esas comunicaciones. La decisión le ha protegido ante la justicia, pero le ha costado su carrera política.

Ante los mismos hechos y la misma investigación, el fiscal general del Estado hizo justo lo contrario: decidió borrar los mensajes que podrían contribuir a esclarecer los hechos y a demostrar su inocencia…, si fuera inocente. Conocemos algunos contenidos porque han podido ser recuperados del teléfono de los destinatarios, pero ya no podemos saber con qué otras personas cruzó mensajes en aquellas jornadas; conocemos las órdenes que García Ortiz dio a sus subordinados, pero

ya no podemos saber las que recibió de sus jefes políticos. Y no podemos confirmar si Moncloa fue el canal por el que llegó a los medios de comunicación un expediente que la Fiscalía tenía obligación de custodiar y mantener reservado.

Que el fiscal general del Estado haya decidido afrontar el gigantesco escándalo del borrado de su teléfono en plena instrucción solo indica una angustia y desesperación incompatibles con su posición institucional. Un fiscal general no puede comportarse como un vulgar mafioso borrando el rastro de sus delitos; que haya pegado tan violento placaje a la acción de la justicia quien tiene por encargo velar por su protección es una afrenta inconcebible a la dignidad de la institución que ocupa.

Pero lo que no sabemos del móvil de García Ortiz dice tanto de lo ocurrido en este escándalo como lo que sabemos del teléfono de Juan Lobato. Sus conversaciones demuestran que toda la cúpula de la presidencia del Gobierno dirigió una operación para pisotear los derechos de un ciudadano particular por razones de pura mezquindad política. El jefe de gabinete de Lobato lo vio y le aconsejó ignorar las presiones de Moncloa. Lo que resulta inconcebible es que todo un fiscal general del Estado, la persona encargada de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, el interés público y los derechos de los ciudadanos, no fuera capaz de comportarse con la independencia de criterio y el talante democrático de un humilde diputado regional.