Editorial-El Español

Aunque la comparecencia de este lunes estaba destinada a hacer balance del curso político, el anuncio más noticioso de cuantos ha dejado Pedro Sánchez ha sido el de la próxima reunión con Carles Puigdemont.

La novedad no está en que Sánchez se haya mostrado dispuesto a encontrarse con el ex president, sino en que ha deslizado que podría hacerlo antes de que se le aplique la amnistía a Puigdemont.

Se trata, en primer lugar, de una claudicación ante su exigencia de una foto en Waterloo, que en Junts consideran «condición necesaria pero no suficiente». Un guiño para apaciguar a sus socios independentistas en el momento en que le han dado el ultimátum más serio hasta la fecha, llegando a exigirle una moción de confianza.

Pero además es evidente que el presidente está preparando el terreno para consumar la imagen de la vergüenza para la democracia española. Y la manera con la que pretende hacerla digestible es enmarcarla como una conversación ordinaria con uno de los múltiples líderes políticos.

Pero no se puede naturalizar lo aberrante.

Ya es de suyo insólito que Sánchez contemple departir con un golpista antes que con el jefe de la oposición, con el que lleva un año sin reunirse. Pero es sencillamente inédito que un presidente viaje al extranjero a visitar a un fugado de la Justicia para despachar asuntos concernientes a la política nacional.

Como certeramente ha sintetizado el PP, Sánchez pretende «acostumbrarnos a la indignidad». Parafraseando el sintagma con el que Sánchez bautizó la peculiaridad del estado pospandémico, aspira a que los españoles transijan con una «nueva normalidad» en la que se vea como algo ordinario que el presidente le conceda a un delincuente el rango de líder foráneo al que dedicar una visita oficial.

Siguiendo con el símil, en este caso la «desescalada» sería la del sistema de garantías del Estado de derecho. Y el virus, el de la epidemia de inmoralidad con la que Sánchez ha intoxicado la política española y que quiere contagiar a todos los españoles.

Al insistir en que se ha «pasado página», el presidente se arroga la potestad de amnistiar políticamente a Puigdemont. Pero de esa forma incurre en un desprecio manifiesto de la legalidad española, dado que a efectos jurídicos el líder de Junts no puede ser, al menos por el momento, beneficiario de la medida de gracia.

Con su disposición a visitar al independentista, Sánchez está desautorizando al Tribunal Supremo (cuya actuación sobre el procés fue, por cierto, avalada íntegramente por el Tribunal Constitucional). Y registrando un nuevo hito en su narrativa de unos jueces prevaricadores y refractarios a aplicar las decisiones de la «soberanía popular».

Esto supone blanquear el estatus procesal de Puigdemont, que es el de procesado en situación de rebeldía. Y, con ello, trabar complicidad con quien está burlando a la Justicia del país que preside.

En pos de su supervivencia, Sánchez está abierto incluso a legitimar la causa insurreccional del doble prófugo. Ha pasado de comprometerse en 2019 a «traerlo de vuelta a España y que rinda cuentas ante la justicia española» a acudir al sitio de su exilio a arroparlo.