Ignacio Camacho-ABC

  • Puigdemont quiere que su foto con Sánchez no sea sólo una concesión simbólica sino la escenificación de una victoria

La foto y lo que haga falta. Unas cuantas votaciones perdidas más y será Sánchez el que implore a Puigdemont que se digne recibirlo. A normalizar, a normalizar, a quitar alambradas como en aquella vieja canción de Víctor Jara. Qué puede haber más normal que entrevistarse con un delincuente prófugo en busca y captura: naturalidad democrática. Si la investidura valía una amnistía, los Presupuestos bien valen una visita, a Waterloo si es menester, o a donde el dirigente separatista diga. Sólo que ahora, como ha contado Juan Fernández-Miranda, es el catalán el que se hace de rogar para demostrar quién tiene la sartén por el mango. Lo quiere freír primero un poco, vuelta y vuelta, a sabiendas de que el cerco judicial sobre el Gobierno se está estrechando y en esas condiciones puede volver a poner de rodillas al Estado. Busca una negociación humillante, una rendición incondicional, y que el presidente le haga antes la pelota como el dependiente de ‘Pretty Woman’. Que la foto no sea una concesión simbólica sino la escenificación de una victoria.

Con los jueces hurgando en su entorno inmediato, el jefe del Ejecutivo está dispuesto a hacer lo que sea necesario para sostenerse un rato más en el cargo. Si Otegi apretase un poco podría lograr que reciba en Moncloa a una comisión de terroristas excarcelados. El PNV, ya lo ha dicho el ‘lendakari’ Pradales, no tiene interés en dejarlo caer de momento; está negociando a su manera, discreta y en silencio. Competencias, margen de endeudamiento, manga ancha en el concierto. Eso de primeras; al fondo, el reconocimiento del ‘derecho a decidir’ en un Estatuto nuevo. El mercado negro está abierto y cada diligencia judicial sobre Begoña, Ábalos o el fiscal general sube los precios. Las confesiones de Aldama nos cuestan a los españoles un montón de dinero y entregan a los nacionalistas parcelas de poder y estructuras institucionales regaladas en régimen de prorrateo.

Pero Puigdemont no gobierna, ahí le duele, y exige satisfacciones personales. Su ambición es de venganza, de reivindicación, de desagravio, de rescate. No le bastan contrapartidas convencionales; necesita realzarse con la imagen de un presidente español en actitud suplicante. Se gusta en el papel de hacedor de mayorías, ese desquite autohalagador del hombre repudiado, con una memoria revanchista detallada y precisa, que al final es capaz de imponer su influencia mediante condiciones decisivas. Su relación con Sánchez no es la de la tensión entre dos psicópatas sino la de un desafío entre dos narcisistas, de tal modo que uno de ellos tiene que rebajarse para que el otro se venga aún más arriba. Y ésa es hoy la tragedia política de una España sometida a un trajín degradante de vejaciones políticas para complacer delirios de grandeza que en un país normal serían objeto de tratamiento en una consulta clínica. O tal vez en una penitenciaría.