Juanjo Sánchez Arreseigor-El Correo

  • Las cancillerías del mundo deben conjurarse contra las alucinaciones geopolíticas del próximo presidente de EE UU

Un día sin que Donald Trump dé la nota parece un día aburrido. Primero habla de anexionarse Canadá e insulta al primer ministro llamándolo gobernador del Estado canadiense. Luego insiste en que EE UU tiene que controlar Groenlandia, y por último, ordena y manda que Panamá rebaje las tarifas por cruzar el canal, pero solo a los estadounidenses. Y si Panamá se niega, tomaría el canal por la fuerza.

Para comprender estos ramalazos de imperialismo es necesario tener en mente ciertos aspectos básicos, sin intentar eludirlos o fingir que no existen:

Primero de todo, la cuestionable salud mental de Trump: Los excesivamente malos modales del personaje son algo más que una excentricidad desagradable; son el síntoma de un trastorno grave de personalidad que el sujeto sufre desde la infancia. Aquí encaja de maravilla la metáfora de los tornillos flojos. Como nadie ha llevado al sujeto a un psiquiatra, ni se ha producido nunca un suceso traumático que obligase al personaje a replantearse su vida, esos tornillos que nunca han estado muy prietos se han ido aflojando cada vez más con el paso de las décadas. Puede que Trump no esté totalmente loco a día de hoy, pero sus trastornos mentales son totalmente evidentes en su conducta. Podemos asegurar que la presidencia de Trump terminaría tan pronto como ingresase en un hospital por cualquier trastorno físico relacionado con su avanzada edad, y los médicos le sometiesen a un escáner cerebral.

Segundo: la egolatría enfermiza del sujeto, que exige tanta atención como un bebé. Le complace ser el centro. Lleva décadas haciendo esfuerzos desesperados por ser el alma de la fiesta, por aparecer sin cesar en los medios. Si se da cuenta de que estas amenazas provocan revuelo mediático, se volverá adicto a este tipo de provocaciones y tendremos una crisis geopolítica cada semana.

Tercero: el rencor. En su primera presidencia, Trump propuso comprar Groenlandia y el Gobierno danés cometió el error de responder con una negativa clara y directa, en vez de salirse por la tangente o simplemente dar la callada por respuesta, esperando a que la mente voluble de sujeto se centrase en otras fantasías. Eso fue percibido como un desaire, una injuria. Y por su egolatría, Trump tiende a ser rencoroso, es una de esas personas que van más allá del espíritu competitivo normal de buscar siempre la victoria, que ordenan y exigen a los demás que le reconozcan como el triunfador en todo momento, so pena de provocar su ira. Se parece al personaje de un viejo anuncio televisivo de un juego de mesa basado en definiciones, que se llevaba el tablero de juego si los demás jugadores no le dejaban ganar, aceptando ‘barco’ como animal acuático. Trump no ha olvidado el desaire, y ahora se acerca el momento de ajustar cuentas.

Cuarto: la avaricia. Trump maneja unos conceptos terriblemente simplistas y cortoplacistas sobre la economía mundial. No olvidemos que, pese a sus jactancias de ser un empresario exitoso, acumula un larguísimo historial de fracasos y ha ido a la quiebra seis veces. Por eso habla sin cesar de aranceles y de guerras comerciales en todas direcciones, sin pararse a pensar en las posibles represalias de los países afectados. Trump ha acusado reiteradamente a las naciones con superávit comercial con EE UU de estar robando a este país. La mentalidad de Trump, su esquema mental tóxico de que obligatoriamente tiene que ganar siempre, sumado a su gran tacañería, le llevan a exigir mucho más que simplemente tener una balanza comercial saneada o globalmente positiva. Si EE UU no alcanza superávit permanente con todos los países del mundo en todo momento, lo que obviamente nunca va a suceder, siente que le están robando.

Trump nunca ha reconocido ninguna norma excepto su propia voluntad. En su presidencia anterior también lanzó toda clase de truculentas amenazas contra Corea del Norte, pero al final se acobardó ante la idea de un choque frontal contra China, y se conformó con una declaración vacua que no comprometía a nadie a nada, pero la presentó como un gran acuerdo. Trump no va a invadir Canadá, que es una potencia mediana, ni la clase política de Washington le seguiría en la aventura. ¿Pero qué hacemos si decide invadir Panamá o Groenlandia?

En realidad, Trump, más que invadir, pretende que nos calentemos la cabeza calculando la posibilidad, para arrancarnos concesiones, pero sobre todo para ser el centro de la atención. ¿Pero qué recursos tenemos contra los delirios y los caprichos de un loco? Para empezar, conjurarse todas las cancillerías mundiales para no entrar al trapo y dar la callada por respuesta a todas estas alucinaciones geopolíticas trumpianas. Y rezar para que estos cuatro años pasen pronto.