Hoy se va a materializar uno de los logros más tontos del sanchismo: el primero de los más de cien actos con los que a lo largo de 2025 se van a celebrar los cincuenta años de lo que se vino a llamar ‘el hecho biológico’, esto es, la muerte del dictador. Uno era muy joven cuando entonces, aunque no tanto como el actual presidente del Gobierno que ni siquiera había empezado a hacer palotes, ni le había podido cundir (intelectualmente hablando) lo que aprendió después.

Mi amigo Pedro Corral me ha enviado una página de El Socialista del 21 de noviembre de aquel año, con un obituario del PSOE sobre Franco. Su titular decía “Al fin; ha muerto” con ese punto y coma ominoso, que a uno le parece más propio de los sanchistas de ahora que de los de entonces, pero que al margen de las extravagancias de puntuación venía a revelar algo muy extendido en el subconsciente de los antifranquistas de entonces: una cierta creencia en que aquel hombre no se iba a morir nunca. A pesar de la dolencia que debió de arrancar con el frío que cogió en el balcón del Palacio de Oriente el 1 de octubre en que salió a recibir el apoyo de su pueblo tras los fusilamientos del 27-S, no lo acabábamos de creer, aunque tuviéramos la esperanza de que su vida se agotaba irremediablemente.

Por eso, mi recuerdo predominante de aquellos días fue cierta perplejidad y el desasosiego de ver, plantado ante el televisor, a decenas de miles de españoles desfilando ante el féretro para rendirle un último homenaje. Aquello no encajaba con el hundimiento del régimen que uno se prometía en plan murallas de Jericó. Efectivamente no lo era, aunque Pedro Sánchez parece creer que sí cincuenta años después, al dedicar todo un año a celebrar la muerte de aquel hombre como si fuera uno de los misterios gozosos del Rosario.

Quiero confesar que yo lo celebré con un benjamín de cava que tenía en el frigo para la ocasión. Luego me hicieron pensar unas declaraciones de Felipe González en las que decía que él no brindó por la muerte de un hombre y concluí que tenía razón, que no es propio de gente bien nacida celebrar el fallecimiento de nadie. Uno cultivaba el odio que debía profesar al mal de nuestro tiempo. Odiaba a Franco y a Pinochet. No tanto a Hitler, que se había suicidado años antes de que yo naciera. O sea que a Franco yo le había deseado la muerte mientras estaba en vida, pero ahora, a la vista de aquel despojo humano que mostraban las fotos hechas por su yerno para vender la exclusiva a una revista, la fobia perdía buen aparte de su razón de ser. Por eso no entiendo el antifranquismo sobrevenido de estos a los que cuadra la observación del actor Banderas: “Tengo la impresión de que en 1985 Franco llevaba muerto mucho más tiempo que ahora”.

El transcurso del tiempo es necesario para hacer el duelo. Por eso, la memoria del franquismo dolía pero en una progresión inversa a la medalla del amor: menos que ayer, pero algo más que mañana, condenada a diluirse inevitablemente en el recuerdo. Por eso también, no podemos confiar en la memoria de Pedro Sánchez, tres años en el momento del óbito y no digamos Félix Bolaños, a cuya madre le faltaban un par de semanas para sentir las primeras contracciones. Esta falta de recuerdos es seguramente la razón de que para esta gente el franquismo sea un todo uno e inconsútil y que no atinen a establecer diferencias entre la represión de la dictadura en los primeros años cuarenta y el ambiente de la España desarrollista a partir de la década de los sesenta. A mí me llamó mucho la atención el recuerdo apócrifo de Zapatero que imputaba a su padre, simpatizante del PCE, la posesión de una ‘vietnamita’ en los años 70, según le confesaba a Millás. El padre de Zapatero era decano del Colegio de Abogados de León en aquel tiempo, una multicopista eléctrica costaba 10.000 pesetas y el Partido Comunista imprimía Mundo Obrero en offset. Hablaba de oídas, sin saber lo que era una vietnamita.

Sánchez se ha fabricado un antifranquismo de mentira y se le va a caer encima en cada uno de los más de cien actos conmemorativos de un hecho no significativo para la recuperación de nuestras libertades y la democracia. La muerte de Franco no merece la conmemoración que sí merecen otros hitos de los tres años comprendidos entre 1975 y 1978. El primero fue el ascenso a la Jefatura del Estado del Rey Juan Carlos, el segundo la aprobación de la Ley para la Reforma Política. Otros fueron las primeras elecciones democráticas; la Ley de Amnistía; los Pactos de La Moncloa y, por supuesto, la Constitución Española. Cien actos. Acabaremos hartos y ellos también.