Gabriel Albiac-El Debate
  • A los dictadores no se les discute, a los dictadores no se les reprocha nada. A los dictadores se les depone, con el único argumento al que un dictador se pliega: la fuerza mayor

Nada hay de extraño en que un dictador perpetúe el golpe de Estado como normalidad constituyente. Proclamarme escandalizado por el uso de papel higiénico que Nicolás Maduro dio a las papeletas de voto en Venezuela, sería sólo un estéril llamamiento a la melancolía. El deber de un dictador es perdurar. Por encima de leyes, por encima de reparos morales, por encima de vidas ciudadanas. Un dictador gobierna o muere. Y en el ínterin hace morir a todos cuantos puedan serle un obstáculo o, sencillamente, un desagrado.

Asombrarse de que Stalin matase, de que Hitler exterminase, de que Castro ejerciera como asesino eficientísimo, de que Pinochet o Videla hicieran arrojar desde helicópteros los despojos de sus torturados…, de que Maduro haya hecho que su narcoejército reparta armas a adictos civiles para asesinar a cualquiera que cuestione su teocrático derecho al trono de Hugo Chávez, es una pérdida de tiempo tristemente onanista. A los dictadores no se les discute, a los dictadores no se les reprocha nada. A los dictadores se les depone, con el único argumento al que un dictador se pliega: la fuerza mayor. Y, a ser posible, a los dictadores se les conduce amablemente ante el tribunal competente que dicte las penas más altas que la legislación en vigor contemple. Lo demás es retórica.

Retórica fue, a lo largo de más de medio siglo, la condena española a la dictadura cubana. Retórica, tras la cual se ocultaba la obscena realidad: el fastuoso negocio que empresarios de aquí hicieron, administrando los hoteles robados a sus propietarios legales por Fidel Castro y su banda de asesinos. Retórica, que llegó a lo sencillamente repugnante en los compadreos de Felipe González y Manuel Fraga con el dictador en la Habana, cohíba o mulata en mano. Retórica han sido, de Chávez a Maduro, las dulces reconvenciones de los sucesivos gobiernos españoles a la tiranía venezolana. Y, tras la retórica, los negocios. No sólo petrolíferos: ¿alguien se acuerda de un tal Bono y de la historia sórdida de la venta de patrulleras militares a la dictadura populista?

Retórica, aún peor, la de los que, bajo el caudillaje del entonces joven chamán Iglesias, se lanzaron, hace ya como quince años, a un «asalto a los cielos» que resultó, al fin, ser un asalto a un chalet con piscina en Galapagar, refrendado por votación popular de los creyentes. Aún peor, porque Podemos no fue sólo el cómplice de una autocracia modelada sobre los cánones del Tirano Banderas valleinclaniano. Podemos fue el agente financiado por Chávez y Maduro –más Irán, más Kirchner– para inducir en España la formación de un gobierno títere, tan fácil de corromper cuanto sus empleados locales habían mostrado serlo. Algo más tarde, vino el vuelo de Delcy, la señora aquella que llamaba a Zapatero «mi príncipe» y se reunía ilegalmente con el Ábalos de Sánchez en Barajas. La señora que descargó en ese aeropuerto, al que legalmente tenía vetado el acceso, oscuras maletas cuyo contenido no conoceremos nunca. No, no fue sólo retórica.

Hoy, el dictador venezolano exhibirá en Caracas la hortera ceremonia de su consagración como emperador del universo bolivariano. Y masacrará a quienes juzgue conveniente. Será también ovacionado en España por quienes no han sido aquí más que sus fieles empleados. Sin Chávez, sin Maduro, sin sus sombríos fondos reptilianos, el chalet con piscina en Galapagar no existiría. Tampoco, otras muchas cosas. Y un ínfimo penene, y una ínfima cajera de supermercado, no tendrían en sus manos los destinos de un gobierno socialista al garete de su corrupción.

Maduro es cómico, sí. Nadie se ría. Es, además de cómico, un asesino eficiente. Nadie se ría, no. Mirémonos en el espejo de los venezolanos. No estemos tan arrogantemente seguros de no acabar como ellos. Sánchez sueña con un día poder llamarse Maduro. Y que, al fin, Venezuela sea aquí.