José María Ruiz Soroa-El Correo
- La propuesta sanchista sobre Franco hace que la derecha actual sienta pánico ante la posibilidad de verse asociada a quienes sostuvieron al dictador hasta su óbito
El presidente del Gobierno ha decidido emular a Doña Juana, la reina loca de Castilla, y sacar a pasear el cadáver de Franco por las arriscadas tierras patrias. Entonces fue por amor y celos; ahora es -se dice- para exorcizar a la juventud de la posible vuelta de aquel cuasidemonio. Cierto, Franco es un espectro del pasado, pero un espectro muy real y operativo y por tanto susceptible de dar juego y rendimiento políticos todavía. Aunque no creo en los intereses que alega el Gobierno, sino en otros menos nobles.
No es una equivocación ni un apresuramiento haber elegido 1975 y la muerte del dictador como momento fundacional de la libertad, ni es una operación de distracción ante los palos que están cayendo. Más bien, recurrir a la muerte del dictador no es sino profundizar y generalizar la operación que comenzó Zapatero y que consiste en inventarle a la democracia española una genealogía alternativa a aquella tan conocida por repetida de la Transición (1977/1979). ‘Inventar’ en el sentido en que usa este término la ciencia histórica, es decir, resignificar los hechos pasados.
La democracia española, dice el canon, nació de la gran operación de inclusión política que fue la Transición después de Franco, no simplemente de su muerte. El nuevo canon de la izquierda, en cambio, sustituye el abrazo de Genovés por la idea de que la democracia es fruto del antifranquismo, una conquista que tendría por eso su momento fundacional en la muerte del mismo dictador. Es un cambio de genealogía que parece un mero capricho semántico pero que está lleno de consecuencias políticas: si la inclusión evoca la reunión de las partes separadas en una nueva casa común, fundar en el antifascismo la democracia reserva en exclusiva su paternidad a la izquierda, porque la derecha era el franquismo o la contemporización con él. Sacar a pasear el ataúd es tanto como poner a cada actor político en una resituación imaginaria e intemporal ante el óbito: ¿dónde estaba usted entonces? Y solo habría dos respuestas a nivel de bloques políticos: sosteniendo a Franco o sufriendo a Franco. El lado bueno para nosotros y el asociado al dictador para los derechosos, esa es la idea.
Tal como observó Santos Juliá, la sociedad española no satanizó nunca a Franco, sino que fue ambigua en su recuerdo, probablemente porque sobre el del cruel represor de los treinta y cuarenta se superpuso el del hacedor de una mejora material de sus vidas de los sesenta. La evocación de su muerte no funcionaba como hito de un comienzo sino como cierre de un ciclo, y así lo entendieron el socialismo y comunismo de los ochenta, que nunca quisieron encarnizarse con su imagen ni librar las batallas ya perdidas de sus padres.
Ello sin mencionar lo obvio y es que hay algo esencialmente ahistórico en ver los bloques políticos como realidades intemporales a prueba de decenios, de manera que la derecha de hoy sería la misma que apoyó a Franco o una subrogada o sucesora de ella. Gracias a Dios, esta es una idea esencialmente estúpida, aunque quizá por ello piensa el Gobierno que puede funcionar. Ya advertía Tácito al emperador Augusto que el rasgo característico de los celtíberos era el de destruir cada cierto tiempo lo que habían construido con mérito. En ello andamos.
Porque resulta que, por subliminalmente que sea, la divisiva propuesta sanchista funciona en parte. No hay más que ver a la derecha española actual que retrocede espantada ante la mención de aquel momento, que siente pánico ante la posibilidad de que se le progenie en las variopintas derechas que sostuvieron al dictador hasta su óbito: la derecha teológica nacional, claro, pero también la conservadora, la tecnocrática, la monárquica, la falangista, la democristiana, la liberal, todas ellas estaban juntas y revueltas en aquel conglomerado de franquistas a regañadientes. Y ese su pánico escénico la recluye en una posición política insostenible, la de negarse a hablar siquiera de aquel día, declararlo fecha sin interés ni significado, un féretro putrefacto, un montón de mercancía ideológica averiada. ¡Hum!, masculla el observador.
Curioso, si las derechas españolas tienen un momento en todo el siglo XX del que envanecerse, un momento en el que estuvieron en el lado correcto de la historia (si tal cosa existe), un momento por el que se hacen perdonar sus terribles desvaríos anteriores, algo así como su momento estelar, ese fue el de los días siguientes a la muerte de Franco. Fueron entonces capaces de visualizar y sentir como una deuda propia la de devolver al pueblo un futuro común de inclusión ciudadana en libertad y fueron lo suficientemente hábiles como para construirlo. Porque la Transición pudo no ser, o ser otra cosa, o ser un desastre. Su éxito dependió sobre todo de los que detentaban el ilegítimo poder franquista. Por una vez, ¿solo una vez?, las derechas tuvieron ideas que iban más allá de sus mostrencos intereses y de la simple gestión técnica de lo existente. Fueron ‘their finest hours’ en la historia contemporánea.
¿Por qué entonces no lo argumentan ahora y prefieren esconderse en el rincón de los perdedores?
Usted dirá.