Gregorio Morán-Vozpópuli
- Todo el año 1975 fue atroz e inolvidable
Sólo un individuo sin vergüenza -lo que la gente simplifica como sinvergüenza a secas- se le ocurre consagrar 1975 como piedra angular de la democracia. La invención de “50 años de España en libertad” no es otra cosa que la búsqueda de un señuelo que nos atrape durante doce meses para disfrazar a un tipo arrogante y con ilimitada ambición, en su pretensión de resistir echando mano de la historia para manipularla a su antojo. Al margen de que te guste la fruta o la detestes, la categoría de hijo de puta -lo que nuestros clásicos denominaban “hideputa” con el fin de salvar a la pobre madre inocente- es una expresión que va más allá de ser adjetivo. En ocasiones alcanza la definición que corresponde a quien además de manejar torticeramente la democracia y la Constitución tiene la osadía de ponerse delante de algo que ni conoció y que ni siquiera estaba en edad de padecerlo.
Este trágala reaccionario cuyo objetivo es mantener al líder sólo podría compararse con los XXV Años de Paz que se inventó Manuel Fraga, la más joven lumbrera que el Dictador acababa de nombrar ministro. En 1964 el país empezaba a romper las costuras; las protestas y las iniciativas forzaban a una gran campaña de adhesión al Régimen. Se apeló a todo lo que estaba disponible, que era mucho; instituciones, intelectuales, campañas agobiantes en la radio, la prensa y pancartas que cubrían el paisaje. Por arte de magia abundantemente remunerada, una dictadura basada en la violencia y el miedo de pronto se disfrazaba de remanso de paz durante XXV años. Una humillación para los súbditos airados, los encarcelados y esa “oposición silenciosa” que jalearon luego los nuevos subalternos del poder; nada casualmente atentos colaboradores de esta nueva estafa del 2025. La directora designada para coordinar los 100 eventos -cien, ni uno menos ni uno más, como corresponde a una planificación de Estado-, Carmina Gustrán Loscos, académica que inició su multifacética ascensión burocrática desde la universidad de Zaragoza, es un producto de la misma factoría.
Todo el año 1975 fue atroz e inolvidable. Se inició con el estado de excepción en Vizcaya y Guipuzcoa y se fueron acumulando los rasgos más característicos de una dictadura implacable. Detenciones de periodistas (la de Huertas Clavería, la más notoria, que incluyó pena de cárcel), de sindicalistas, de aspirantes a políticos y de mucha gente común. Atentados sangrientos de ETA y el FRAP. Franco estaba echo un guiñapo pero firmó la ejecución de 5 antifranquistas e incluso se exhibió el 1º de octubre en la Plaza de Oriente ante miles de españoles, a los que agradeció “su viril manifestación” y denunció con verbo balbucenate “la conspiración masónico izquierdista (ya había metido en el armario lo de judía) en contubernio con la subversión comunista-terrorista”. Aparecería por última vez en público el Día de la Hispanidad (12 de octubre) y luego se sumió en un largo silencio sólo roto por los comunicados de sus 9 doctores que de tanto repetirse acabaron por firmar como “equipo médico habitual”. Aquella agonía siniestra duró desde el 20 de octubre hasta el 20 de noviembre.
No conozco a nadie que estuviera en la pelea y que descorchara champán cuando se metió el presidente Arias Navarro en nuestras pantallas para decirnos a las 10 de la mañana “Españoles: Franco ha muerto”
No conozco a nadie que estuviera en la pelea y que descorchara champán cuando se metió el presidente Arias Navarro en nuestras pantallas para decirnos a las 10 de la mañana “Españoles: Franco ha muerto”. Hasta la lágrima que le cayó era ful; más tarde nos enteramos que ensayó la lágrima tres veces, tres, porque no le salía. No hubo champán que no fuera retroactivo; apareció con los años. Es más decente creer en los Reyes Magos que en los champanes de noviembre. Tener un cava en la nevera -en los 70 el champán estaba en la literatura- durante un mes exige dosis elevadas de paciencia e impostura. No eran tiempos para festejar nada porque todo seguía igual y por si fuera poco estaban las larguísimas colas que rodeaban los jardines del Campo del Moro para ver el cadáver maqueado.
En un libro que algunos hubieran deseado no haber escrito y que se publicó en la primavera del año siguiente, Manolo Vázquez Montalbán hacía el balance de 1975: “un año tan parecido, tan parecido al anterior, que lo repite”. El grueso libraco había salido de la cantera de Ramón Tamames y sus suculentos anuarios de Iberplan, y en él perpetraban sendos textos analíticos varios militantes del PCE de entonces; César Alonso de los Ríos, Carlos Elordi, Andreu Claret, Eugenio Trías y un badulaque riojano Carlos Sanz de Santamaría -cuyo mérito más sobresaliente consistía en ser pareja de la dirigente Pilar Bravo, que acabaría de gobernadora civil en el PSOE-. Desazona releer aquel texto no sólo por los protagonistas citados que iban emparejados con Eduardo Haro Tecglen, Paco Fernández Ordóñez, Mario Gaviria y hasta el futbolero José María García, sino para constatar la evidencia de que nada empezaba ahí.
Manipular la historia es un privilegio del poder. Así lo ha sido desde siempre. Lo que representa una novedad es la participación interesada de algunos protagonistas de antaño ahora convertidos en fervientes defensores de lo que el mando Supremo ordene. Nos quejamos de los vuelcos a que se somete la Guerra Civil y no digamos la posguerra. La singularidad se manifiesta en que el inmediato pasado puede manejarse con un descaro que sorprende; no por su impudicia sino por el aval con el que pretenden blanquear una operación política; tan legítima como cualquier otra si no fuera porque apela a hacerse cómplices de una humillación. Nuestros pasados almacenan certezas y errores, pero siempre con una salvedad que por principio las dignifica, la de no responder al mandato del poder. Inventarse un enemigo para mantener el fuego amigo se reduce a una indignidad, que sólo cabría como fruto de la ignorancia o de la bisoñez. Sin embargo da la inevitable casualidad de que nos hicimos viejos y nos provoca cierta vergüenza ajena contemplar a los implacables de ayer haciendo de clá en una representación para ambiciosos sin escrúpulos.
En un descocado diálogo entre dos vedettes políticas con más arrugas éticas que Bette Davis, Juan Luis Cebrián y Miguel Herrero de Miñón hacen un repaso a la situación vista con ojos de veteranos croupiers. En la conversación se desliza un comentario de Herrero de Miñón en su inveterado papel de impertinente niño Vicente. Apenas un pie de página digno de Cánovas del Castillo en sus horas hartas. ”España es como el musgo, que no da flores pero aguanta todo”. Lo dice la voz de la experiencia.