Jon Juaristi-ABC

  • La memoria sanchista de la democracia, además de falsa, tiene muy poca gracia, póngase Bulaños como se ponga

Incluso cuando su murga de la Huelga General Revolucionaria cayó en el descrédito y tuvieron que importar lo que entonces (hablo de los años sesenta) parecía una estrategia más realista, la del «eurocomunismo» a la italiana, Santiago Carrillo y su banda insistían en que el final del franquismo se produciría gracias a un compromiso histórico entre los comunistas y la democracia cristiana, como el que terminó con el fascismo en Italia. Nada parecido sucedió en España, porque el régimen franquista no era fascista.

Franco nunca dejó de ser un militar neto que se apoyó sobre todo en dos fuerzas, el Ejército y la Iglesia, y no en los partidos que se sumaron la sublevación, Falange y Carlismo. Su forma de gobernar fue la propia de cualquier dictador militar sin ideología partidista, es decir, la delegación personal de funciones (lo que hizo con todos aquellos que promovió a cualquier cargo, fueran militares profesionales, civiles falangistas, carlistas o miembros de la ACNP o del Opus Dei). A ello añadió su sumisión a la jerarquía eclesiástica, parte de la cual, tras el Concilio Vaticano II, se le subió a las barbas. A pesar de lo cual su régimen no involucionó, que era lo que pretendían ETA y una extrema izquierda que bailaba el agua a los terroristas con la intención de forzar al régimen a recuperar su teórico «fascismo» de posguerra, lo que, según creían, arrastraría al pueblo a la insurrección y obligaría a las potencias democráticas a intervenir en España.

La democracia, que no llegó en 1975 ni en el 76, que empezó a asomar algo en el 77 y no se oficializó hasta el 78, consolidándose solo después del frustrado golpe de Estado de 1981, no la trajo la oposición al franquismo, ni la democracia cristiana, ni el juanismo y mucho menos la izquierda de variado pelaje. La democracia la trajo la monarquía restaurada por Franco y los reformistas de su régimen, a cuyas filas se incorporaron rápidamente juanistas y democristianos. La extrema izquierda fue afluyendo por goteo a un PSOE que hasta 1974 no había sido nada y que en 1977 perdió las elecciones a Cortes Constituyentes frente a los reformistas del franquismo, que arrasaron en las urnas.

La vulgata ‘progre’ europea afirma, por ejemplo, que «en el decenio que siguió a la muerte de Franco, España devino una democracia pluralista y se transformó rápidamente en un Estado europeo ‘normal’» (Ian Kershaw, ‘Personality and Power’, 2022). Lo que no se suele decir es cómo lo hizo. Digamos que la izquierda puso de su parte todo lo que pudo para que no saliera bien (en 1978 el PSOE defendía la autodeterminación de Euskadi y Cataluña, por ejemplo). Esta milonga aburre, y no le auguro un éxito clamoroso. El sanchismo debería ensayar otra forma de divertir a la peña. ¿Quizá llevar la ópera a los pueblos valencianos, empezando por Paiporta?