Luis Ventoso-El Debate
  • En el siglo XVI los españoles ya se fiaban del imperio de la ley que ahora alguno se quiere cargar y eran probablemente el pueblo más litigante del mundo

Los buenos amigos son uno de los mayores regalos de la vida. El término se aplica hoy con excesiva prodigalidad, concediendo categoría de «amigo» a lo que no son más que conocidos agradables (de la coña de las amistades por redes sociales ya ni hablamos).

Cuando viví en Londres tuve la suerte de trabar amistad con el historiador londinense Robert Goodwin, un chiflado de España y de los españoles. En 2015 publicó un libro magnífico, España, el centro del mundo (1519-1682). Le fui a hacer una entrevista al respecto, charla que continuó en un pub. Luego seguimos arreglando el mundo en otros encuentros ante sucesivas pintas, o yendo al fútbol a ver al Chelsea, en un ritual que comenzaba con un precalentamiento en el bonito Anglesea Arms de South Kensington y concluía en un restaurante toscano de Fulham, donde analizábamos el partido, o algo parecido.

En su libro, Bob explicaba -con admiración, rigor y pinceladas de humor- el milagro y el funcionamiento de aquel imperio que mandó en el mundo durante casi dos siglos. Uno de los capítulos, tal vez el que más me sorprendió, se titula «Rule of law» (el estado de derecho, o el Imperio de la ley). Allí explica que los españoles se convirtieron en el Siglo de Oro en el pueblo más litigante del mundo. Y eso, que dicho así puede parecer nada, supone en realidad una proeza y algo muy importante, porque si la gente acude a los tribunales es porque confía en que les pueden hacer justicia.

«A pesar de las muchas quejas sobre el coste y la complejidad de los procesos, y de la corrupción y los sobornos, la gente corriente confiaba en que el sistema judicial los podía proteger frente a los más poderosos adversarios». Con la expansión comercial, la gran movilidad y el enorme estirón que trajo la conquista de América, «en unos pocos años todas las clases de Castilla comenzaron a acudir a la justicia; parece que nadie era excluido del sistema y la Corona proporcionaba apoyo a los pobres, incluso en casos civiles».

El profesor Goodwin cita en ese espíritu varios ejemplos, como el de una esclava llamada Marita que en 1551 pleiteó por su libertad. También recoge la queja de un aristócrata que 1543 comentaba, probablemente de manera exagerada, que «hoy los tribunales favorecen a los vasallos sobre sus señores». O el caso de El Greco, un activo litigante, que en 1604 le ganó un sonado pelito al recaudador de impuestos de Illescas, por el que la pintura quedó exenta de pagar la tasa llamada «alcabala», que suponía el 10% del importe de la venta.

El libro continúa ensalzando el temprano reconocimiento de la Corona a los derechos de los indios y su prohibición de la esclavitud. Y por supuesto ensalza la fecunda obra jurídico-filosófica de Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, que se adelantó en siglos a lo que un día llamaríamos «derechos humanos». «Miles y miles de castellanos ordinarios se lanzaron al Laberinto de Creta judicial con el mismo espíritu, y a menudo alocada bravura, con que los conquistadores se hicieron con la mayor parte de América y los Tercios se convirtieron en los regimientos más temidos de Europa».

Cuando releo estas páginas de mi amigo Bob, me siento orgulloso de ser español. No es nacionalismo barato. No es que me crea que somos el súmmum, un pueblo superior (como hacen ciertos paletos regionales que padecemos). Es la simple la satisfacción de saber que formas parte de un país que en el cénit de su historia se preocupó, aunque fuese con imperfecciones evidentes, de intentar garantizar los derechos de todos (amén de extender por medio mundo el mensaje de Jesucristo).

Los españoles montamos un sistema pionero que ofrecía a todos una oportunidad de defenderse frente a la arbitrariedad del poder y los poderosos. En 1970, cuando Estados Unidos contaba con una población de 200 millones, su Tribunal Federal de Apelación recibía 11.662 casos en un año. Las reales audiencias de Valladolid, con jurisdicción sobre cuatro millones de personas, y Granada se enfrentaban en 1580 a unos 10.000 casos anuales. Es asombroso.

España no nació ayer. Es resultado de la sedimentación del esfuerzo secular de nuestros antepasados, que fueron dando pasos constantes para hacer un país mejor, más seguro y más justo. Por eso resulta desoladora la mansedumbre con que estamos aceptamos que un aprendiz de tirano le dé una patada a nuestro edificio judicial solo para intentar salvar de una condena por corrupción a sus familiares. Por fortuna, España es mucho más que esas cositas que hoy simulan que nos gobiernan, que pasarán.