- El indecente fin de esta reforma es que la Fiscalía ‘de Sánchez’ ostente el monopolio para promover la instrucción y ejercer la acusación contra la esposa y el hermano del presidente.
El viernes el Grupo Socialista del Congreso registró una proposición de ley orgánica cuyo título apela a la «garantía y protección de los derechos fundamentales frente al acoso derivado de acciones judiciales abusivas».
Su objetivo consiste, entre otros extremos, en la modificación del régimen de la acción popular en la justicia penal, a través de la reforma de diversos preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, esencialmente de sus artículos 103 y 104 (referidos al ejercicio de acciones) y la inclusión de una nueva norma en la regulación de la querella (artículo 277 bis).
De forma similar a la denominación que en ocasiones en EEUU reciben las iniciativas legislativas, con mención a los apellidos de sus autores, el texto presentado bien podría llamarse la proposición Begoña-Azagra, dada la clara identidad de las personas que se beneficiarían de su aprobación: la mujer y el hermano del presidente del Gobierno, ambos investigados en procesos penales en curso en los que la acción penal interpuesta es popular.
Existente en nuestro Derecho desde los romanos, con mayor o menor incidencia según las diversas etapas históricas, la acción popular constituye una joya del constitucionalismo y del proceso penal español.
De honda raigambre liberal e impagables servicios al Estado de Derecho, la atribución a la ciudadanía de la función pública de acusar, privando del monopolio del ejercicio de la acción penal al Ministerio Fiscal, es un derecho establecido por el artículo 125 de nuestra Ley Suprema.
La Constitución la recoge como una manifestación de la participación del pueblo español en la administración de justicia que del mismo pueblo emana, no como fórmula retórica, sino como realidad que, en la práctica, demuestra día a día, en los tribunales, su profundo significado.
Como sucede con cualquier derecho, la acción popular es susceptible de prestarse (y de hecho lamentablemente se ha prestado) a una utilización ventajista y torticera. Especialmente por los partidos políticos de todo signo, siempre deseosos de instrumentalizar la Justicia para lograr espurios anhelos ajenos a su noble finalidad constitucional.
Entre ellos, el PSOE, cuyo grupo en el Congreso se rasga las vestiduras mientras el partido ha actuado en el pasado y actúa en el presente como acusación popular con desparpajo siempre que conviene a sus líderes.
«Una proposición decente de regulación de la acción popular por el PSOE sería consecuente con una renuncia expresa a ejercerla. No ha sido así»
Una proposición decente de regulación de la acción popular por el Grupo Socialista parece que sería consecuente con una renuncia expresa a ejercerla por su partido político. No ha sido así.
En una ceremonia de la confusión en la que diríase que los redactores de la proposición toman a los españoles por analfabetos o rematadamente tontos, la Exposición de Motivos del texto invoca la necesidad de transposición de la Directiva de la Unión Europa 2024/1069, de 11 de abril, de protección de las personas que se implican en la participación pública frente a pretensiones manifiestamente infundadas o acciones judiciales abusivas.
Pues bien, dicho instrumento jurídico europeo nada tiene que ver con la proposición de Ley que aquí se analiza.
La Directiva tiene como objetivo la protección de la libertad de expresión y del derecho de información. Y los sujetos que se pretende tutelar son las personas físicas y jurídicas que se implican en el debate público.
Esto es, periodistas, editores, organizaciones de medios de comunicación, denunciantes de irregularidades y defensores de los derechos humanos, así como las organizaciones de la sociedad civil, las ONG, los sindicatos, los artistas, los investigadores y los académicos. Y ello frente a acciones judiciales dirigidas a disuadirlas de la participación pública.
Tales acciones judiciales que a la UE preocupan son acciones civiles transfronterizas, no internas en cada Estado miembro. La directiva excluye expresamente su aplicación en la justicia penal. Luego nos encontramos ante un intento de fraude transpositivo de legislación europea a nuestro Derecho del todo evidente.
Desde hace lustros existe en el mundo académico y forense un debate sobre la mejora de la regulación de la acción popular en España.
Se ha defendido circunscribirla a un número tasado de delitos (que en todo caso incluiría los delitos de corrupción en su integridad). Y se ha pretendido también impedir su actuación durante la fase inicial de esclarecimiento de los hechos, en el marco de la atribución de la dirección de la investigación al Ministerio Fiscal.
«Situaciones como la de García Ortiz explican el poso de desconfianza en las instituciones que hoy dota de savia rejuvenecida a la acción popular»
La proposición de ley asume y sobrepasa ambas líneas de reducción de las posibilidades de intervención de la acción popular para jibarizarla. Hasta el extremo de hacerla irreconocible y convertirla en una institución que devendría perfectamente inútil, salvo para dar palmaditas de complacencia en el hombro al Ministerio Fiscal, aunque se arrodille complaciente y solícito ante el poder.
Es llamativo que se trate de impedir el ejercicio de la acción popular ante delitos de prevaricación administrativa y de terrorismo (salvo enaltecimiento o humillación de las víctimas).
Resulta también absurdo que se reclame, para el ejercicio de la acción, un vínculo «concreto, relevante y suficiente» con «el interés público tutelado en el proceso penal» que debe ser acreditado con la personación.
Dado que el interés de persecución penal consiste en síntesis en la aplicación de la ley, la fórmula restrictiva escogida por los proponentes constituye un arcano jurídico muy propio de quienes avalaron la Ley del sólo sí es sí en la pasada legislatura, y la definición de delitos amnistiables con la que se pagaron los siete votos independentistas para la investidura de Sánchez más recientemente.
Situaciones que eran imaginables pero parecían altamente improbables (como la de Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado investigado por el Tribunal Supremo por un delito que habría sido cometido, de ser cierto, para favorecer al partido político que sustenta al Gobierno que le ha designado, con el fin de la destrucción de un oponente político), sedimentan el melancólico poso de desconfianza en las instituciones que hoy dota de savia rejuvenecida a la acción popular.
Que la Fiscalía encabezada por una persona bajo sospecha fundada de confabulación con el Poder Ejecutivo para la comisión de un delito contra un particular ostente el monopolio para (no) promover la instrucción y (no) ejercer la acusación contra la esposa y el hermano del presidente del Gobierno, que habla de García Ortiz como «su» fiscal, es el indecente fin de la proposición de ley Begoña-Azagra.
Un paso más en la destrucción, desde el Ejecutivo, del Estado de Derecho del que hasta ahora disfrutábamos, y cuyo mantenimiento sólo el Poder Judicial, desde su independencia, puede asegurar.
*** Nicolás González-Cuéllar es catedrático de Derecho Procesal y abogado.