Miquel Escudero-El Correo
Los seres humanos tenemos adquirida la estúpida costumbre de ponernos etiquetas unos a otros, y de inmediato. Es el ansia de vernos como cosas hechas de una vez para siempre, inalterables. Se trata de un error que pasa factura, a veces muy costosa. Hay que analizar en contexto, por supuesto, pero «actuación por actuación», partido a partido, como en el fútbol. ¿Lo sabemos hacer? No pocos resuelven lo que es recriminable con un insulto. Con decir ‘fascista’ ya están servidos, es un hábito que se contagia en una boba sensación de superioridad moral. Veamos un ejemplo.
Justo dentro de una semana, el día 20, Donald Trump tomará posesión del cargo de presidente de los Estados Unidos. Este tipo me resulta insoportable, por su matonismo y su afición a mentir e insultar, por su desprecio a la verdad y su falta de respeto a la realidad, por su prepotencia y su nacionalismo supremacista y pedante. No hablemos ya de sus innumerables chanchullos (demostrados y no inventados). ¿Le voy a llamar ‘fascista’ por ser exponente de lo indeseable? De ninguna manera. Será fatuo, narcisista, machista y racista, pero no fascista. No es un consuelo, pero la claridad de ideas es básica para combatir lo mejor que se pueda cualquier peligro. Reproducir sus actitudes y sus métodos de descalificación nos hace perder los papeles y nos deja en estado gaseoso. Por si fuera poco, en un escenario polarizado muchos apoyan a quienes no desean, por considerarlos el ‘mal menor’. Nos saldría así el tiro por la culata. Y facilitaríamos lo que sabemos detestable. Recordemos la historia del siglo XX. ¿Queremos aprender a hacer lo mejor posible o preferimos quejarnos?