Daniel Ramírez-El Español

Me lo dijo don Timoteo sentado en una butaca del Reina Sofía poco antes de que el Gobierno estrenara el ‘año Franco’: «Es una alegría estar aquí, celebrando los cincuenta años de libertad en España». Junto a él había decenas de diplomáticos. Supongo que la interiorización era general: «Al fin, medio siglo de libertad». Hombres y mujeres con estudios, con carreras, con décadas de experiencia, naufragando en una farsa.

Luego, cuando salió Sánchez, se me pusieron de corbata. No los diplomáticos ni don Timoteo; hablaba de anatomía. El objetivo de Moncloa es sembrar esos «cincuenta años de libertad» entre los chavales. A base de juegos, películas y hasta un ‘escape room’.

Si don Timoteo cayó, ¡cómo no van a caer los hijos de unos padres que apenas vivieron en el franquismo! Las hijas de Sánchez, por ejemplo, no heredarán memoria más allá de los libros que quieran leer y la Historia que se les enseñe. Porque su padre, el mayor antifranquista de España, tenía dos o tres años cuando murió el dictador.

El coste de la mentira es muy alto. Sánchez sabe perfectamente que, al morir Franco, no hubo libertad en España, pero lo celebra de esta manera por una cuestión logística: si espera a los cincuenta años de la Constitución (2028), lo presumible –según las encuestas– es que no esté en el poder.

La maniobra es obscena: una cortina tejida de cien actos para tapar la corrupción que asoma en los periódicos. Esto forma parte de su modus operandi, pero nunca antes la consecuencia se había presumido tan grave. El nuevo coste de la estrategia monclovita supone engañar, quizá para siempre, a miles y miles de chavales. No hubo Transición, no hubo que negociar entre los distintos, no hubo abrazo entre vencedores y vencidos. La paz no se sangró; la trajo el paso del tiempo.

Del mismo modo que Patria fue el mejor remedio a la amnesia sobre ETA, encuentro esperanza en que puedan estrenarse más series como Las abogadas, que apareció en Televisión Española pero que ya corre como la pólvora después de ser adquirida por Netflix. ¡Viva Televisión Española! Servicio público.

La ficción es la verdadera máquina de influencia social. Un millón de periódicos, ¡un millón de portadas inundadas de exclusivas!, no son capaces de igualar la influencia que tiene un solo capítulo de una serie de éxito. El Gobierno lo sabe y, por eso, en su relación de actos sobre Franco, el entretenimiento predomina sobre lo demás.

Ojalá Las abogadas acabe convertida en un fenómeno como el de La Casa de Papel. Se estarían diseminando dos conclusiones fundamentales. La primera: la dictadura fue un infierno que no debe volver a repetirse. La segunda: al dictador lo mató la biología, pero a la dictadura la mató la Transición.

En la Transición no hubo libertad. Precisamente, se llamó así a ese purgatorio porque aquella operación política llevaba al país de una dictadura a una democracia. Por tanto, si la Transición era eso, una Transición, ¡cómo iba a haber libertad en España al morir Franco! Ni siquiera se puede mencionar sintácticamente «transición» y decir lo que dice el Gobierno.

Las abogadas es un homenaje al mejor antifranquismo. Cuatro mujeres valientes –Paca SauquilloManuela CarmenaCristina Almeida y Lola González– que juegan una doble militancia para intentar caminar hacia ese intangible que era la libertad. La militancia en movimientos clanestinos y la militancia feminista para combatir ese machismo que impregnaba al régimen… pero también a los movimientos clandestinos de los que formaban parte.

Las abogadas muestra lo más negro del franquismo sin mitificar el antifranquismo. Relata la España de los sesenta y los setenta. Y está contada esa progresión con sus matices. Claro que la muerte de Franco empujó la llegada de la libertad, pero no fue definitiva ni mucho menos. Como se nos decía en clase de mates: requisito necesario, pero no suficiente.

Me contaba Paca Sauquillo el otro día –¡la tercera persona que más casos ha defendido ante el Tribunal de Orden Público!– que, al morir Franco, fue cuando más tuvo que ir al TOP. La dictadura, sintiéndose vulnerable, recrudeció sus persecuciones. Por eso, en Las abogadas, cuando palma el dictador, el miedo se impone a las botellas de champán.

«¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué nos harán ahora? ¿Cómo reaccionamos? Somos pocos y mal organizados». Esta es la tesis que imperaba en la cabeza de los antifranquistas aquel 20 de noviembre de 1975. Tenían, por cierto, la boca llena. Muchos se comieron los papeles que comprometían a sus compañeros cuando se incrementaron las redadas. Darse un atracón de octavillas maoístas en plena libertad está a la orden del día.

En Las abogadas, a través de la empatía con esas cuatro jóvenes, uno se va empapando de cómo era la vida en la España de los setenta. Sin partidos políticos, sin manifestaciones legales, con torturas en los calabozos, sin ley del divorcio, con el adulterio como delito, con las mujeres necesitando de autorización de los maridos para poner una denuncia.

¿Estamos celebrando esa «libertad»? ¿O estamos celebrando aquel Madrid, capital del dolor, con colas de miles y miles de españoles yendo a llorar a la tumba de Franco? Si la ocupación es para los franceses la mayor vergüenza del siglo XX; la muerte de Franco es la nuestra. El dictador murió en la cama, con un poder omnímodo, socialmente reconocido y fusilando. Ironizó Umbral el 20-N: «A Franco lo hemos matado de muerte natural».

Tras cuarenta años de dictadura y los seis años prodigiosos de la Transición –comenzando con la Ley para la Reforma Política que acabó con las Leyes del Movimiento y acabando en 1982 con la vuelta de la izquierda al poder–, España es una sociedad naturalmente antifranquista.

El espanto ante lo que fue y la liberación posterior han creado una sociedad que rechaza y ridiculiza mayoritariamente lo que tiene que ver con Franco. Quienes nacimos después de 1980 crecimos cantando lo del «culo blanco». Incluso el chiste «eso con Franco no pasaba» es la ironía mediterránea acerca de la nula libertad que hubo entonces.

De ahí ese ridículo deseo del Gobierno de que haya franquistas por todas partes. Claro que existe una deriva autocrática en algunos sectores de la sociedad, claro que proliferan ideologías contrarias a algunos derechos fundamentales, pero ninguna de ellas propone la vuelta al franquismo y por eso triunfan. Porque si hablaran bien de Franco, no lo harían.

Los chavales de hoy saben de sobra que Franco era un miserable que fusilaba, que torturaba y que no quiso ponerse al teléfono cuando el Papa intentó pedirle que no ejecutara a sus últimos condenados a muerte. Todo eso, más o menos, se sabe. Está ahí, en la conciencia nacional.

Pero la Transición no está. Porque era el último tema de la asignatura de Historia en bachiller, porque nunca entraba y porque no nos lo mirábamos porque sabíamos que iba a caer en el examen algo más complejo.

Ese es el peligro del ‘año Franco’ de Sánchez. El franquismo seguirá siendo malo, pero podremos olvidarnos de la Transición. De lo que muchos sufrieron todavía en aquellos años setenta para conseguir la libertad. De que la reconciliación imperante todos estos años –incluso hoy– no fue la consecuencia de una muerte natural, sino de una negociación extraordinaria.