Ignacio Camacho-ABC
- Han tenido que ser las encuestas las que arrastren a los dos partidos grandes a situar la vivienda en su agenda de prioridades
El de la vivienda es uno de esos asuntos que deberían protagonizar el debate en una democracia saludable, uno de esos aburridos sistemas donde el Gobierno y la oposición intentan al menos ocuparse de los problemas verdaderamente importantes sin zarandear las estructuras institucionales. En España han tenido que ser las encuestas las que arrastren a los dos partidos principales a situar esta grave preocupación social en su agenda de prioridades. Bien está; ya iba siendo hora de que los actores públicos se centren en esta clase de cosas relativas a la calidad de vida. Que cada cual desde su prisma ideológico proponga soluciones y adopte medidas, liberales o intervencionistas, y que luego los ciudadanos comparen y elijan en libertad entre opciones distintas.
En ese sentido es positivo que el PP haya tomado al fin conciencia de que su posición de poder en una docena de autonomías –donde viven dos tercios de la población– le proporciona un formidable escaparate en el que exponer su alternativa. Para ello es necesario que sus decisiones sean eficaces y de impacto inmediato, coordinadas y aplicadas a la vez en los mismos plazos para que los electores perciban la existencia de un cierto modelo de sociedad y de Estado. Ayudaría si además los populares aprendiesen a comunicarlo, a superar la tradicional desventaja de la derecha en la construcción de lo que ahora se llama un relato, y por supuesto si logran evitar la corrupción frecuente en el ámbito inmobiliario, que tantos disgustos les dio en el pasado reciente y lejano.
Claro que aún sería mejor que después de anunciar sus respectivos proyectos, las dos grandes fuerzas sistémicas trataran de ponerse de acuerdo para redactar una ley-marco sensata, capaz de mantenerse en el tiempo más allá de los cambios de Gobierno. Que hiciesen el esfuerzo de negociar renunciando a algunos maximalismos para encontrarse en un espacio mínimo de consenso donde el interés general primara sobre cualquier otro aspecto. No ocurrirá, por supuesto; el sanchismo, acostumbrado a agitar dogmas maniqueos, no piensa soltarse del brazo de Podemos ni abandonar su inercia de enfrentamiento.
Si a esto se suma la lentitud burocrática para agilizar el mercado del suelo y promover la oferta, lo más probable es que esta repentina competición de propuestas se quede una vez más en el limbo de las promesas insatisfechas. La crisis de la vivienda, que nadie se ha tomado en serio desde el estallido de la burbuja hace más de una década, es demasiado compleja para abordarla con parches de urgencia improvisados sin reflexión estratégica. Y mucho menos desde la simpleza populista de proteger los impagos, limitar los precios u obstaculizar el funcionamiento de una economía abierta. Conviene desengañarse: la dirigencia política española es mucho más experta en crear dificultades que en resolverlas. Ésa es nuestra tragedia.