Pedro J. Ramírez-El Español

Era el crudo invierno de 1076 cuando un grupo de abnegados viajeros alemanes franqueó las más abruptas estribaciones de los Alpes, desdeñando las advertencias de que «ni el pie ni la pezuña» encontrarían apoyo firme en aquellas heladas veredas. Su calvario acababa de empezar.

Ya en la Lombardía y tras una trabajosa nueva ascensión por una de las más impresionantes paredes de los Apeninos, llegaron a las puertas del inexpugnable castillo de Canossa. Era la residencia temporal del papa Gregorio VII, tan estrechamente vinculado como lo permita la imaginación a su propietaria la condesa Matilde de Canossa.

Tras acceder al recinto empedrado en el exterior de la fortaleza, el líder de la expedición bajó de su montura, se despojó del manto decorado con soles y estrellas que cubría sus espaldas, se embutió en un áspero sayal de penitente y continuó avanzando descalzo hasta el pie mismo del puente levadizo. Era el emperador Enrique IV, titular de la Corona del Sacro Imperio Germánico.

Durante años el Emperador había tratado de arrebatar al Papa la facultad de investir a los obispos y otras prerrogativas, llegando incluso a pedir por escrito su renuncia al solio pontificio. La reacción del Papa había sido una fulminante excomunión.

Enrique creía que podría seguir gobernando el Imperio pese al anatema papal, pero la progresiva retirada del apoyo de algunos de los príncipes que le habían aupado al trono -se trataba de una monarquía electiva- le hizo recapacitar. Estaba en juego quién dependía de quién, pero él luchaba ya por la supervivencia.

Puigdemont no quiere una reunión con Sánchez sin contenido. Él quiere una «humillación de Canossa» o al menos algo que pueda ser presentado como tal.

Durante dos días y sus correspondientes noches permaneció a las puertas del castillo de Canossa, ayunando en medio de la ventisca helada, en señal de penitencia. En la mañana del tercer día, Gregorio VII se compadeció de él, dio instrucciones para que le permitieran entrar, lo acogió en su seno y lo estrechó con el abrazo del perdón.

Fue una precaria e inestable reconciliación que, según el historiador británico Tom Holland, supuso nada menos que el origen de la separación entre la Iglesia y el Estado –»dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»- mediante el reconocimiento de una soberanía compartida y dividida.

Después de lo que también trascendió como la «humillación de Canossa», ningún príncipe cristiano volvería a ser rex et sacerdos al mismo tiempo, al modo de los califas, ayatolás, monarcas alauitas o emperadores del Japón.

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Algo de esa dimensión histórica es lo que Puigdemont anhela, en sus sueños húmedos, que suceda cuando Sánchez acuda a visitarle. En primer lugar, el reconocimiento en primera persona por parte del presidente del «conflicto político» entre Cataluña y España, tal y como quedó expresado en el «acuerdo de Bruselas» que propició la investidura.

En segundo lugar, el cierre simultáneo de lo que los separatistas llaman «carpetas abiertas». Principalmente, la consumación de los compromisos adquiridos por Sánchez en materia de amnistía, oficialidad del catalán en la UE, transferencia integral de la inmigración y financiación basada en la soberanía fiscal de Cataluña.

Si Sánchez llegara con estas ofrendas por delante, todo sería posible, incluida esa negociación del Presupuesto que tanto anhela para poder blindarse dos años más en la Moncloa.

Pero si no es para algo parecido, mejor que no venga, ha venido a decir este viernes Puigdemont. Algunos colaboradores de Sánchez han respirado aliviados, alegando que el prófugo de Waterloo ya no reclama un encuentro personal con el presidente. Todo lo contrario.

Sánchez es tan rehén de Puigdemont como Puigdemont lo es de Sánchez. Sin ese gran armisticio que en realidad anhelan ambos, seguirá la guerra de pega.

Puigdemont no quiere una reunión sin contenido que, cuando el impacto mediático se diluya, resulte que no ha servido más que para cubrir el expediente. Él quiere una «humillación de Canossa» o al menos algo que pueda ser presentado como tal.

Se trataría de que el jefe del Gobierno de España doblara la cerviz ante el líder espiritual de Cataluña – tras haber perdido las elecciones autonómicas ya no puede invocar otra condición- ignorando su condición de prófugo e hiciera efectivas las promesas adquiridas hasta crear un escenario de «soberanía compartida».

Algo que parecería una chaladura sin recorrido alguno, si no fuera por la llave de los siete votos que Junts sigue teniendo en el Congreso. Pero al mismo tiempo resulta que el nuevo Gregorio VII no puede salir de su castillo sin que Sánchez haya garantizado antes que se le aplique la amnistía.

Se trata de una situación endemoniada de dependencia recíproca en la que Sánchez es tan rehén de Puigdemont como Puigdemont lo es de Sánchez. Sin ese gran armisticio que en realidad anhelan ambos, seguirá la guerra de pega, tal y como se ha recrudecido al presentar Junts la moción pidiendo que el presidente pase por el aro de la cuestión de confianza.

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Es normal que al cabo de todos sus incumplimientos Puigdemont ya no se fíe de Sánchez. Dentro de su lógica resulta patente que el triunfalismo sobre la normalización de Cataluña tras la llegada de Illa a la Generalitat es incompatible con el espíritu y la letra de aquel «acuerdo de Bruselas» que si fuera por el PSOE ya estaría perdido en la noche de los tiempos.

Lo significativo de los últimos días es que ha quedado patente que Sánchez tampoco se fía de Puigdemont, toda vez que Junts había ofrecido retirar su moción cuando llegara al pleno del Congreso. Lo único que exigía -y teóricamente sigue exigiendo- es que se tramitase.

Una cuestión de confianza ganada con el ‘sí’ de todos sus socios sería un gran espaldarazo para Sánchez. Pero en Moncloa deben de pensar que reválidas así las carga el diablo.

Si existiera una complicidad estable entre ambas partes, el mecanismo podría terminar reforzando la legitimidad de Sánchez. Tanto si Junts se considerara satisfecho después de que la Mesa le diera luz verde, como especialmente si la cuestión de confianza llegara a debatirse y Sánchez la ganara con el «sí» de todos sus socios de investidura.

Sería el gran espaldarazo para acabar la legislatura pues acreditaría la vigencia del «somos más». Pero en Moncloa han debido de pensar que reválidas como esa las carga el diablo.

¿Qué pasaría si en el último momento, a cuenta del bloqueo de alguna de esas «carpetas», Puigdemont cambiara de opinión y colocara a Sánchez en la tesitura de desoír a la mayoría del parlamento o someter su continuidad al albur de un debate de desenlace incierto?

La primera opción es la que ya estaba en su cabeza cuando ante el Comité Federal del PSOE dijo en septiembre que habría «gobierno para largo… con o sin apoyo de un poder legislativo que tiene que ser más constructivo y menos restrictivo«. Aquello generó un gran escándalo, pero Sánchez ni siquiera parpadeó.

El camino canónico de tramitar la moción de Junts y eventualmente llegar a debatir la cuestión de confianza supondría dejar de manera efectiva la suerte del presidente en manos de Puigdemont. Y colocar por tanto al «líder espiritual» de Cataluña en una posición de fuerza tan concreta e insoslayable como la que tuvo primero ante la constitución de la Mesa del Congreso y luego ante la investidura.

Eso es lo que de ninguna manera quiere Sánchez. No olvidemos que, según el artículo 114 de la Constitución, «si el Congreso niega su confianza al Gobierno, este presentará su dimisión al Rey«, poniéndose en marcha un nuevo proceso de investidura. Con la actual composición de la Cámara no habría otra salida que las elecciones anticipadas.

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De momento ambas partes han ganado tiempo, dándole una patada hacia delante a la pelota. Sánchez, congelando la decisión de la Mesa sobre la cuestión de confianza; Puigdemont, anunciando una ruptura que no es tal, a expensas de la reunión con el verificador salvadoreño en Suiza. Mientras Junts dramatiza su importancia, el Gobierno presenta la cita como «business as usual«.

Todo sería un tonto vodevil si no estuviera el destino de España en juego. Y el problema es que llegará un momento en que será imposible estirar más el chicle sin que la goma se rompa.

Puigdemont tiene la fundada sensación de que con sus pactos del verano del 23 y enero del 24, cuando respaldó in extremis la convalidación de los decretos del Gobierno vinculados a la primera prórroga del Presupuesto, logró insertar cuatro trócares con sus correspondientes leznas en el vientre político de Sánchez.

Podía jactarse de haber iniciado con éxito un proceso de cirugía de precisión. Pero a la hora de succionar los fluidos comprometidos a través de las cánulas preceptivas no han brotado ni la amnistía, ni la oficialidad del catalán en la UE, ni la transferencia integral de la inmigración, ni ningún tipo de financiación singular para Cataluña.

Respecto a los dos primeros asuntos el Gobierno alega, con razón, que no controla a los jueces y que Albares no puede hacer más de lo que hace -el propio Puigdemont reconoce su activismo- para vencer las resistencias comunitarias. Pero si las otras dos «carpetas» siguen cerradas es porque Sánchez se resiste a dar pasos que encontrarían fuerte contestación social.

Sería inaceptable y tendría un gran coste electoral que Cataluña pudiera controlar sus propias fronteras y cerrarlas a la inmigración, mientras se obligara a las demás comunidades a repartirse los menas que siguen entrando por el coladero de Canarias.

Otro tanto ocurriría con el «concierto catalán» que la ministra de Hacienda se vería obligada a aplicar a la vez que trata de recuperar Andalucía para el PSOE, regando por cierto a los medios adictos con el dinero de Loterías del Estado.

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Como Sánchez no puede hacer concesiones sustanciales en ninguno de estos dos frentes y Puigdemont no puede dinamitar la legislatura hasta que no tenga la amnistía en el bolsillo, uno y otro parecen abocados a prolongar la indefinición.

Eso significaría cercenar la capacidad legislativa del Gobierno de forma poco menos que permanente, convirtiendo el actual parlamento en un remedo de aquel «Do-Nothing Congress», bautizado así por Truman para fustigar a los republicanos que bloqueaban sus leyes.

Como acaba de demostrar en Telefónica, Sánchez no precisa ninguna mayoría parlamentaria para ejercer el mando. Sólo necesita conservar el poder y estar determinado a expandirlo en todos los ámbitos.

De ahí que se haya planteado el señuelo de la reforma procesal, que Cuca Gamarra bautizó enseguida como «ley Begoña», para ofrecer a Puigdemont la opción de volver a Cataluña, antes de que el Constitucional le conceda el amparo y por lo tanto la amnistía, sin poder ser encarcelado. Pero el anuncio de la enmienda a la totalidad de Junts denota que el «líder espiritual» percibe esa vía como un menoscabo a su dignidad.

Por muchas vueltas que se le dé, sólo una ‘cumbre de Canossa’ o ‘a lo Canossa’ que Puigdemont pueda presentar como un acontecimiento histórico y en la que Sánchez finja contrición y materialice alguna penitencia, diluiría la incertidumbre y afianzaría la legislatura.

Sánchez tiene la comitiva preparada y el sayal de guardarropía a punto, pero tampoco le urgen las prisas. Como acaba de demostrar ayer en Telefónica, para ejercer el mando no necesita ninguna mayoría parlamentaria. Sólo necesita conservar el poder y estar determinado a expandirlo en todos los ámbitos.