Editorial-ABC
- No se puede ni se debe esperar de la presidenta de la Cámara Baja que deje de ser diputada socialista, pero sí que al menos asuma una mínima estética de neutralidad en su gestión
El descrédito de las instituciones democráticas no se produce por generación espontánea, sino por el uso espurio que hacen de ellas sus máximos responsables. En España, la política de ocupación impulsada por Pedro Sánchez no conoce excepción, desde el Tribunal Constitucional al consejo de RTVE, pasando por la Fiscalía General del Estado. En otros casos, la elección de un miembro del partido se da por descontada, pero también aquí se ha producido una exasperación del sectarismo. Es lo que sucede con la Presidencia del Congreso de los Diputados, que ostenta Francina Armengol, que ejerce su responsabilidad como una mera prolongación del despacho presidencial de La Moncloa, sin preocupación alguna por simular una aparente prudencia institucional. Llegó a la tercera magistratura del Estado sin experiencia parlamentaria a escala nacional –se estrenó en 2023 como diputada–, dejando tras de sí su derrota en las Islas Baleares y un rastro de sospechas con el escándalo de las menores abusadas en centros tutelados por la administración regional, de la que fue presidenta. Su elección no contó siquiera con un mínimo de respeto tácito por la oposición, como el de anteriores presidentes de la Cámara Baja, algo conveniente para dirigir con ‘auctoritas’ la actividad de la institución. Su nombramiento fue una declaración de intenciones en toda regla por parte de Pedro Sánchez, en tanto agradaba a los nacionalistas catalanes por su trayectoria pancatalanista al frente del Gobierno balear.
El balance de su año y medio al frente del Congreso de los Diputados es coherente con lo que podía esperarse de ella: una servidumbre a los intereses partidistas del PSOE, sin atisbo de un respeto institucional por la función encomendada. Sus discursos como presidenta de la Cámara Baja siguen el guion de los argumentarios de Ferraz y la Moncloa; sirve al PSOE sin disimulo con el bloqueo de las iniciativas legislativas –hasta dieciséis– remitidas por el Senado, mientras la Cámara Alta es despojada de los mecanismo de control tradicionales, como el veto al techo de gasto público; acumula más de ochenta quejas, reconsideraciones y peticiones de amparo formuladas por el Grupo Parlamentario Popular, cifra que no se explica de manera simple por una supuesta obcecación del primer grupo de la Cámara Baja; le faltó tiempo para aplicar la cooficialidad de las lenguas en el Congreso; impuso autoritariamente nombramientos y provocó dimisiones de funcionarios cualificados, tanto en el cuerpo de letrados de Cortes como en el de la intervención, y se prestó a tramitar la renovación del Consejo de RTVE cuando todas las demás iniciativas del Congreso de los Diputados se habían suspendido por la tragedia de las inundaciones en Valencia.
El último episodio de esta serie de actos, inhabilitantes para cualquier cargo representativo de una cámara parlamentaria, ha sido el doble aplazamiento del debate sobre la moción de confianza presentada por Junts. Informada favorablemente por el servicio jurídico del Congreso de los Diputados, por dos veces su Mesa la ha sacado del orden del día. No hay otra explicación a este proceder de Armengol que facilitar a Sánchez el margen de tiempo necesario para pactar con Carles Puigdemont, como hizo en su día para que recabara durante semanas los votos de investidura, mientras que a Núñez Feijóo apenas le concedió unos días. No se puede ni se debe esperar de Francina Armengol que deje de ser diputada socialista para mutar en un modelo de imparcialidad institucional, pero sí que al menos asuma una mínima estética de neutralidad en la gestión de la presidencia que ocupa.