El problema de tirarle a todo es que al final todo acaba pareciendo lo mismo, y no es así.
Si en algún momento llega a su fin esta era política que pasará a los anales como el «sanchismo», y tengo que destacar uno sólo de los escándalos que la han rodeado, me costaría decidirme entre dos. Sólo dos.
No sería el caso Ábalos, ni los demás aparejados con la corrupción.
Ni los desmanes de la extrema izquierda que Sánchez llevó al poder, como la ley del sólo sí es sí, o la Ley Trans.
Ni el trato de favor a terroristas, ni la tardanza en apoyar a Ucrania en un momento crítico, ni las ambigüedades con Venezuela.
Todo ello me lleva a tener buenas razones para desear que esta etapa se acabe, nada más.
Pero hay dos casos que sí considero especialmente graves. Son la Ley de amnistía y el caso García Ortiz. Los considero más graves que todo lo demás por dos razones.
La primera, porque suponen un daño objetivo a los poderes del Estado. Y la segunda, porque son un abuso obsceno del poder. Las dos razones juntas suponen un agravio democrático insoportable.
En el ruido mediático al que todos estamos sometidos constantemente podemos perder el foco. El salto de noticia en noticia puede producir hastío, despiste o desencanto. Nada de ello es deseable porque son tres caminos hacia el desafecto democrático, que es el sustrato moral del populismo, el discurso anti-élites, la revuelta contra las instituciones y el prestigio de las autocracias.
Pero en ese ruido constante la manera de no extraviar el rumbo es no perder de vista lo que realmente es grave, lo haga quien lo haga. Es decir, con qué cosas se traspasan las líneas rojas, que son los hilos que forman las costuras del sistema.
Y no todo son líneas rojas. Por ejemplo, la corrupción económica es repugnante, pero no hiere de muerte a ningún Estado. Lo debilita, lo carcome, y cabrea a la gente, pero las democracias occidentales están preparadas para chocarse contra esos icebergs sin hundirse.
Sí son líneas rojas, sin embargo, lo que se ha hecho con la Ley de Amnistía, suficientemente comentado. Y el que no lo haya entendido ya será porque no quiere, o porque algo debe.
Y también lo es la actuación del Fiscal General del Estado, y los argumentos de parte para justificarlo.
Las razones que esgrimen los partidarios de la acción del Gobierno, que es lo que en realidad ha sido la maniobra del fiscal, se centran en un único punto: había que responder al bulo de Miguel Ángel Rodríguez.
Pues bien, sin entrar en más consideraciones, esto ya es una barbaridad.
Imaginemos que es verdad que el jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid lanzó un bulo como estrategia para defender al novio de Ayuso. No está bien moralmente, pero en absoluto justifica que García Ortiz, ni ningún otro fiscal, contrainforme.
La Fiscalía no es la oficina de contrainformación del Gobierno y su función no consiste en desmentir bulos. Que lo haya hecho -presuntamente- revelando información reservada, violentando los derechos de los afectados, e incumpliendo su deber de reserva y sigilo es un agravante.
Lo preocupante es que, como ha declarado Almudena Lastra, García Ortiz se creyese en el deber de intervenir ante lo que él consideraba un bulo porque si no «les iban a ganar el relato».
Los bulos son dañinos para la conversación pública y hay mecanismos para perseguirlos que habrá que perfeccionar. Lo que es injustificable es que el fiscal general del Estado se convierta en un agente de la contrainformación y que se atribuya la función de perseguir de oficio los bulos que perjudican al relato construido por el Gobierno.
Si esto no les suena a épocas oscuras, y no les parece que es algo superior en grado a casi todo lo demás, entonces es que hablamos de cosas diferentes cuando decimos «democracia».