Isaac Blasco-Vozpópuli

Ayuso debe decidir ahora entre seguir entrando en el cuerpo a cuerpo o dejar que Sánchez se agote de dar puñetazos al aire, como un boxeador sonado

Sánchez, como Espartero, quiere pasar a la historia como ‘el Pacificador’. Pese al revolcón del primer pleno del año y mientras Aldama excreta por la radio arrastrando las erres, el presidente del Gobierno amplía su margen («Hay que mirar al futuro») con unas cuentas de la lechera que incluyen la previsión de tener presupuestos el próximo abril y convocar elecciones generales para ¡mayo de 2027!, en una jornada de triple celebración urnaria con que enterrar una legislatura averiada: plebiscito, autonómicas y municipales.

Todo, sobre la base de la ‘normalización’ de Cataluña operada por Salvador Illa y gracias al caudal de votos de un PSC que, por su imbricación en las costuras del poder genuino, es hoy el club Bilderberg con barretina.

Mis amigos en el Sabadell no se quieren marchar de Alicante, donde se vive en un balneario perpetuo, como tampoco les entusiasma a los de la Caixa dejar Valencia. Pero contravenir los planes de quien han encontrado en Trump su nuevo balón de oxígeno es ejercer una resistencia inútil, porque donde los mortales vemos la playa del Postiguet y un canónico arroz a banda como legítimo ideal de vida muelle, el paladín occidental contra la ola reaccionaria visualiza un salto más de pantalla, embutido en un anorak infame que se recorta sobre un paisaje níveo de postal, dispuesto a establecer como verdad una confrontación desigualada que, bien que en un sentido opuesto, recuerda lo del acontecimiento planetario de Pajín cuando la coexistencia accidental de Obama y Zapatero.

En realidad, el único elemento de comparación honesto entre el chirriante presidente de EEUU y el nuestro (pese a todo) es que ambos han retorcido sus partidos de procedencia hasta hacer de ellos entidades clientelares al servicio de sí mismos.

Ni la influencia ni el poder de uno y otro permiten un paralelismo distinto, por mucho que el presidente hable de Musk como de un candidato de Vox por Sucuéllamos o trate de epatar con términos de su factoría de comunicación, como ese de ‘tecnocasta’, para definir una nueva oligarquía que concibe los estados soberanos como sucursales territoriales de una gran compañía domiciliada en la Casa Blanca.

El dique sanchista busca la batalla del miedo para ampliar su espectro electoral y aquilatar una mayoría de investidura que solidifique más el muro medianero que divide cada día a los españoles

El dique sanchista busca la batalla del miedo para ampliar su espectro electoral y aquilatar una mayoría de investidura que solidifique más el muro medianero que divide cada día a los españoles. Y su nueva misión es la de ganar adeptos a base de desenmascarar a esos asquerosos tecnopopulistas que se parapetan en los consejos de administración, en las redacciones y hasta en los tribunales de Justicia.

La subversión de un sistema de representación política precisa primero de recuperar la agenda, y Sánchez ha imprimido a la tarea un impulso por partida doble: perseverando en la imposición de la autocracia con medidas incompatibles con una democracia al uso al tiempo que ahorma esa mayoría de pretendido progreso presentándose como un ludita del siglo XXI dispuesto a sabotear el recién estrenado movimiento pendular de la historia que en noviembre legitimaron 74,5 millones de electores norteamericanos.

Este es el rol renovado de Sánchez, cuyo pim pam pum será, como nunca antes, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.

Mientras, a golpe de ocurrencia, en la dirección nacional del PP tratan de reorientar la estrategia para mostrarse como una alternativa práctica, la presidenta madrileña se sabe catalizadora de las preferencias de aquellos que, en España, observan a Trump con una paradójica mezcla de temor y esperanza.

Ayuso, la tecnocastiza, debe decidir ahora entre seguir entrando en el cuerpo a cuerpo o dejar que Sánchez se agote de dar puñetazos al aire, como un boxeador sonado.