José Luis Zubizarreta-El Correo
- Los anuncios de Donald Trump ponen a la UE el deber de repensarse a sí misma frente al empuje de los caballos de Troya que tiene en ella infiltrados
Desde su toma de posesión en el Capitolio el pasado lunes, Donald Trump ha vuelto a ocupar, si es que alguna vez se ausentó, el centro del escenario político mundial. Y, si fueron sus palabras las que el martes coparon la apertura de los medios audiovisuales y las portadas de los periódicos, pronto fue su traducción en hechos lo que acaparó la atención de analistas y la inquietud de gobernantes. Escepticismo y catastrofismo se han mezclado en los comentarios y reacciones, desde la cautela del no-será-para-tanto hasta el anuncio de un diluvio universal. Tiempo habrá de ver y juzgar las actitudes que las variadas fuerzas de la política adopten ante las fanfarronadas de quien el lunes se erigió en autócrata deseoso de poner el mundo a sus pies. Entretanto, y aunque las predicciones en el terreno de los hechos son importantes y merecen atención, no conviene que sepulten en el olvido las palabras que el lunes se oyeron en el Capitolio. A ellas prestaré mi atención en estas líneas.
Seguí la ceremonia de cabo a rabo. No pude dejar de pensar en ningún momento que estaba escuchando, como Macbeth, «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, pero carente de sentido». La rencorosa humillación a que Trump quiso someter a su predecesor allí presente; la obscena hipocresía que rezumaban sus interesadas apelaciones a Dios y la religión; los insultos que dirigió a los «delincuentes» inmigrantes que pondría de inmediato de vuelta en la frontera mexicana; el desprecio con que trató a cualquiera que, en la materia que fuere, discrepara de sus opiniones; las amenazas de todo orden que derramó sobre la cabeza de quienes no se sometieran a sus caprichosos designios; la arrogancia con que dictaba normas en cuestión de creencias y ética personales; la ignorante negativa a aceptar lo que la ciencia tiene de sobra demostrado; la megalomanía de quien se dijo salvado por Dios para sacar el país del desastre al que su predecesor lo había condenado; el infantiloide narcisismo, en fin, a que apestaba su entero discurso me llevaban a preguntarme, frase tras frase, cómo era posible que aquella persona hubiera llegado a la presidencia del país que se tiene por el más importante y poderoso del mundo.
No era una pregunta retórica, sino auténtica e inquietante. Pero me bastó con echar una mirada al entorno, con desviar la vista de quien hablaba y dirigirla a quienes le escuchaban, para dar con la respuesta. Se suponía que los que en aquel recinto se apretujaban, sentados unos y de pie otros, eran la flor y nata del país, la élite dirigente de una nación orgullosa de sí misma y de su historia. Una audiencia, por tanto, dotada de capacidad crítica para discernir el bien del mal, lo benéfico de lo pernicioso, lo loable de lo reprobable. Por eso, su reacción ante lo que escuchaban me resultó tan desconcertante como decepcionante. Con la muy minoritaria excepción de quienes tuvieron el decoro de no levantarse de sus asientos y no exteriorizar otros sentimientos que no fueran los que su contención no podía disimular, los demás –una multitud– irrumpían en hurras y gritos cada vez más entusiastas cuanto más extravagante y estrafalaria fuera la promesa que salía de la boca del enardecido orador. La promoción del vehículo de combustión frente al eléctrico, la expulsión de todos los inmigrantes ilegales, la reapropiación del Canal de Panamá o el cambio de nombre del Golfo de México por el de América sonaron entre las medidas más aclamadas por quienes se comportaban como forofos en un estadio deportivo. El «America first» se había convertido ya en un «America only» o, más patético aún, en un «America alone». ¡Cómo no evocar el «Qué país, qué paisaje, qué paisanaje» con que Unamuno titulara en 1933 un inolvidable artículo sobre los suyos!
Y así, entre Shakespeare y Unamuno, concluí que, lejos de pronunciar un extemporáneo mitin de campaña, Trump anunciaba la victoria del poder sobre el Derecho, la fuerza sobre la ley, la política sobre la Justicia y el enriquecimiento individual sobre la solidaridad. Se estaba imponiendo un nuevo orden entre cuya aceptación o rechazo todos tendremos que optar y cargar con las consecuencias de nuestra opción. Es el dilema en que se halla, sobre todo, la Unión Europea, en la que Trump tiene ya infiltrados sus caballos de Troya. A ella le toca ahora repensarse a sí misma, fortaleciendo sus principios fundadores, y resituarse en el nuevo orden, tratando de distinguir entre los amigos, cada vez menos, con que comparte valores y los obligados compañeros de viaje. En ello se juega su futuro