Javier Gómez de Liaño-ABC
- El día que García Ortiz se vaya la imagen que dejará será la de un fiscal general sumiso al Gobierno que lo nombró
Supongo que muchos lectores conocen la decisión del magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado de citar en calidad de investigado o, si se prefiere, de imputado, al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, para que mañana, a las 10 horas, comparezca y preste declaración, salvo que prefiera guardar silencio, sobre unos hechos relacionados con la filtración ilegal de datos tributarios del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Se trata de un asunto cuyo atractivo se justifica por sí sólo, pero que, además, cuenta con un valor añadido: el de las críticas que algunos políticos, en un notable ejercicio de irresponsabilidad, han dirigido a Hurtado. Sin ir muy lejos, ahí están las voces destartaladas de los ministros de Justicia e Interior, Bolaños y Grande-Marlaska, ambas precedidas por la salida en tromba del presidente del Gobierno que, incluso antes de conocerse el auto del magistrado, exigió pedir perdón a García Ortiz.
Las preguntas son sencillas de formular. ¿En verdad que el auto en cuestión carece de fundamento? ¿Acaso puede afirmarse que la resolución no tiene soporte jurídico? Anticipo que para mí las respuestas son fáciles. Tanto como que puedo asegurar que desde el conocimiento adquirido durante los muchos años de ejercicio en la jurisdicción penal, pocas veces he visto una resolución tan meticulosa en la descripción de los hechos, ni tan ajustada a Derecho, como la de ese auto. Si el artículo 384 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aplicable al caso, dispone que el procesamiento se dictará «desde que resultare algún indicio racional de criminalidad contra determinada persona», eso es lo que el juez hace en su auto. Es más. No es que haya «algún» indicio, sino 24, todos descritos con el detalle de un artesano.
El magistrado no habla de vagas indicaciones o de livianas sospechas, sino del resultado lógico de unos hechos que, conforme a la razón, pueden dar origen a una responsabilidad penal de los investigados, empezando por el fiscal general. Estos son, entre otros, los argumentos que en la resolución se pueden leer: a) que las diligencias practicadas vienen a apuntalar la presunta participación del señor Ortiz en los hechos objeto de la causa; b) que con la provisionalidad del momento procesal en que se está, hay base indiciaria para abrir la investigación contra aquél; c) que existe una dinámica delictiva que tuvo por objeto divulgar, a través de medios de comunicación, información concerniente a la intimidad de una persona, que debería haber sido objeto de reserva; d) que es presumible la perpetración de un delito de revelación de secretos tipificado en el artículo 417 del Código Penal; y e) que concurre un elevado grado de verosimilitud que permite deducir la relevante intervención del fiscal general del Estado en ese hecho delictivo.
Imputar, lo mismo que procesar, no es condenar, ni tan siquiera acusar. Un auto que ordena dirigir el procedimiento contra alguien no prejuzga. Como el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo han declarado tantas veces que la frecuencia excusa de la cita de sentencias concretas, esa resolución no encierra declaración de culpabilidad alguna, ni requiere la actividad probatoria exigible en el juicio oral para enervar la presunción de inocencia. En el sumario no hay pruebas, sino diligencias de investigación. Esto es el abecé del derecho procesal penal. Dictar un auto de imputación, de procesamiento o de acomodación a procedimiento abreviado sólo exige apreciar la presencia de unos hechos o datos básicos que sirvan, racionalmente, de indicios de haberse incurrido en una conducta susceptible de ser calificada de delictiva.
A modo de conclusión definitiva: es evidente que Hurtado lo que hace es formalizar una imputación que erige a García Ortiz en parte procesal. El auto está redactado con una moderación y prudencia exquisitas, propias de quien bien sabe que la decisión envuelve al juez que la toma en una responsabilidad moral incompatible con el apremio o la ligereza.
Pese al acierto de la resolución judicial, no han faltado quienes la han calificado de errónea e injusta, comenzando por los ministros de Interior y de Justicia. El primero, Grande-Marlaska, dijo que había estado 30 años dictando autos y que en la imputación del fiscal general «echaba de menos la motivación». Si es verdad que el hombre, a diferencia del elefante, es animal de escasa memoria y suele olvidarse de tiempos pretéritos, a Marlaska semejante diagnóstico le viene al pelo, pues al hacer referencia a los autos que dictó en su etapa de juez de la Audiencia Nacional, demuestra que no recuerda la tarea que, en ese ámbito, desarrolló en aquel órgano jurisdiccional. Un diligente examen de las colecciones de jurisprudencia permitiría comprobar que el ministro iba de farol.
Peor aún es la actitud de Félix Bolaños al arremeter contra la resolución del Hurtado, que, no se olvide, es magistrado del Supremo con 42 años de servicio judicial, y se despachó diciendo, con la picardía del astuto leguleyo, que «no existe ninguna base probatoria, ninguna evidencia, que acredite lo que allí, en el auto, se dice». Expresiones de este calibre no son inocuas. Lo mismo que a nadar se aprende nadando, algunos aún no se han aplicado bastante en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y tan mal uso hacen de ella que siguen sin saber en qué consiste. Administrar justicia es algo que no puede supeditarse ni a la necesidad, ni a la conveniencia, ni a nada, y si los políticos son los primeros en decir que los jueces se mueven a golpe de fobias o de filias o por corporativismo, entonces todas las maldades son imaginables y causa de muy graves males irreversibles.
Huelga decir que soy de los primeros en admitir la crítica de las decisiones judiciales. Faltaría más. Ahora bien, lo que no se puede aceptar es la feroz repulsa contra los jueces. Con su habitual mesura y compostura, lo dijo la presidenta del Supremo y del CGPJ en el acto solemne de entrega de despachos a los jueces de la 73 promoción, celebrado en Barcelona el pasado jueves. Ante la mirada atenta del Rey Felipe VI, Isabel Perelló afirmó que «los reproches gratuitos o la atribución de intenciones ocultas a los jueces que toman decisiones inconvenientes para ciertos intereses están totalmente fuera de lugar». Tengo para mí que, cuando pronunció estas palabras, la señora Perelló pensaba en aquello de que «si los jueces no son capaces de luchar por su libertad, entonces sólo servirán para darnos costumbres débiles y hábitos serviles», frase que, con escaso rigor, se atribuye a Napoleón. Lo mismo que Tomás y Valiente dejó escrito al señalar que este tipo de comportamientos va contra la lógica, la decencia y, lo que es más grave, contra la independencia judicial. Contra la lógica por lo que de contradicción tiene; contra la decencia, porque no se puede denigrar a nadie por adoptar una decisión legitima; y contra la independencia judicial, porque significaría atacarla sin más fundamento que la contrariedad vehemente, nacida de intereses ajenos a la razón y al Derecho.
En fin, ignoro si el señor García Ortiz, en atención a las circunstancias concurrentes, cesará a petición propia o por otro motivo legalmente previsto, pero lo que sí sé es que el día que se vaya la imagen que dejará será la de un fiscal general sumiso al Gobierno que lo nombró y el vivo ejemplo de lo lejos que se puede estar de aquella idea de Platón cuando en una de sus ‘Leyes’ sentencia que «la acusación pública vela por los ciudadanos: ella actúa y estos están tranquilos».