Ignacio Camacho-ABC

  • La escena pública española ya sólo puede comprenderse en clave de esperpento. Una tragicomedia de monigotes patéticos

Hay que tomarlo con humor. La risa es el mejor antídoto contra la sinrazón de la política. Vivimos una época delirante –no sólo en España, ahí está Trump para demostrarlo– en que la verdad importa menos que el relato y la realidad está formada por ‘hechos alternativos’ narrados para consumo de seguidores sectarios. Los agentes públicos pasan el día repitiendo consignas elaboradas por gabinetes de publicistas profesionales cuya única misión reseñable consiste en inventar frases que a menudo pierden sentido a los pocos minutos de pronunciarse. El Parlamento aprueba leyes destinadas a resolver problemas personales o familiares de los gobernantes. El periodismo se dedica a hacer de cámara de eco de los argumentarios de los partidos para confirmar los prejuicios de lectores, oyentes o espectadores previamente autopersuadidos. Los tribunales son descalificados y desautorizados cuando intentan encauzar el caos en un mínimo orden jurídico. Los intelectuales, si es que queda alguno, malversan su prestigio colaborando con entusiasmo en la conformación de un clima civil intolerante y divisivo. Las redes sociales divulgan toda clase de bulos e improperios cruzados con una ferocidad dialéctica rayana en el salvajismo. Los sindicatos convocan manifestaciones para reclamar beneficios sociales que ya han obtenido. Y los ciudadanos aceptan su papel de comparsas en un circo donde los payasos se burlan de ellos tomándolos por idiotas con un desparpajo entre cruel y cínico.

La única postura lúcida ante este desquiciado panorama consiste en recordar la frase con que Valle resumió la clave de su innovadora expresión dramática: el sentido trágico de la vida española sólo puede darse a través de una estética sistemáticamente deformada. Recurrir a la parodia, la broma aristotélica, la carnavalada, como método de poner distancia respecto a una escena oficial convertida en materia involuntaria de chirigota gaditana. Hay que volver al absurdo del esperpento para mofarse de tanto prócer profiriendo bobadas que ningún individuo sensato podría tomar en serio, aunque los antihéroes del Callejón del Gato conservaban al menos, más allá de sus perfiles desfigurados en los espejos, una relativa grandeza, una cierta dignidad amarga capaz de ennoblecer su infortunio patético. Los dirigentes actuales ni siquiera pueden aspirar a eso; su indigencia moral, su desnudez intelectiva, su desacomplejada ausencia de talento, su porfiado desprecio del mérito y del esfuerzo, su desolador vacío de pensamiento estratégico, los despojan de cualquier atisbo de estima o de respeto. No queda otra salida honorable que el cachondeo como escapatoria de este sórdido montaje fraudulento, siquiera para olvidar nuestra propia responsabilidad en la elección de un elenco de muñecos grotescos. Como en el final de ‘Zorba el griego’, no evitaremos la catástrofe pero la recibiremos riendo.